lunes, 30 de noviembre de 2009

SEMINARIO DE CAPACITACION EN NEUQUEN: "ASOCIATIVISMO INTERMUNICIPAL PARA EL DESARROLLO REGIONAL”



Con un acto de apertura presidido por el Ministro de Gobierno, Trabajo, Justicia y Derechos Humanos, Jorge Tobares, el Intendente de Neuquén Martín Farizano y la Secretaria de Asuntos Municipales del Ministerio de Interior de la Nación, Raquel Kismer de Olmos, el 30 de noviembre se realizó el seminario de Capacitación en Asociativismo Municipal que organizó la Secretaría de Asuntos Muncipales de la Nación y la Subsecretaría del Copade de la provincia de Neuquén.
El curso se realizó en la sede del Consejo Federal de Inversiones (CFI) y estuvo destinado a técnicos de los gobiernos locales y a funcionarios y técnicos del Estado provincial. El objetivo fue aportar herramientas teóricas y prácticas al proceso de intencionalidad asociativa que se está desarrollando en la región, y del que participan gobiernos locales y entes intermunicipales de Neuquén como alternativa para avanzar en el desarrollo microrregional.
En representación del gobierno nacional, la secretaria de Asuntos Municipales dependiente del Ministerio del Interior de la Nación, Raquel Kismer de Olmos, aseguró que “la asociatividad intermunicipal es un instrumentos útil para resolver algunos de los problemas de la nueva agenda de gestión de los gobiernos locales, que responden a realidades que no están limitadas por lo político y que requieren de una masa crítica de decisión política y de recursos que los excede”.


SEMINARIO DE CAPACITACIÓN PARA FUNCIONARIOS LOCALES DE LA PROVINCIA DE NEUQUÉN.

Organizado por la Secretaría de Asuntos Municipales de la Nación, la Fundación Hanns Seidel Stiftung E.V. y el Consejo de Planificación y Acción para el Desarrollo del Gobierno de la Provincia de Neuquén (COPADE)

Lugar: Ciudad de Neuquén.
Fecha: 30 de noviembre de 2009.

10:00 ACTO INAUGURAL

Raquel Kismer de Olmos, Secretaria de Asuntos Municipales de la Nación
Claudio Garretón, Secretario del Consejo de Planificación y Acción para el Desarrollo del Gobierno de la Provincia de Neuquén.


10:15 “ASOCIATIVISMO INTERMUNICIPAL PARA EL DESARROLLO REGIONAL”

Daniel Cravacuore, director de la Unidad de Fortalecimiento de los Gobiernos Locales de la Universidad Nacional de Quilmes, asesor de la Secretaría de Asuntos Municipales de la Nación; asesor de la Presidencia de la Federación Argentina de Municipios.
Las dimensiones de la descentralización en la Argentina. El problema de la articulación intergubernamental en los procesos de descentralización. El fenómeno del inframunicipalismo y su vinculación con el asociativismo intermunicipal. El fenómeno del asociativismo intermunicipal a escala nacional: contextos de su origen. Análisis del estado de situación del asociativismo intermunicipal en Argentina: políticas nacionales y provinciales de promoción. El asociativismo intermunicipal argentina desde el punto de vista del derecho. Figuras jurídicas más usuales. Análisis comparado de la legislación intermunicipal provincial, con énfasis en el régimen municipal neuquino. Los modelos asociativos. Modelos de gestión de entes intermunicipales: las dificultades más características. Territorio y gestión intermunicipal.

13:00 ALMUERZO

14.00 “ASOCIATIVISMO INTERMUNICIPAL PARA EL DESARROLLO REGIONAL” (CONTINUACIÓN)
El financiamiento del asociativismo intermunicipal. La dimensión política en la gestión de los entes. La especificidad de la intermunicipalidad en pequeños municipios. La experiencia de asociativismo intermunicipal en las áreas metropolitanas: el análisis de las experiencias históricas. El proceso reciente: análisis de las experiencias contemporáneas.


16.00 PANEL DE EXPERIENCIAS PROVINCIALES DE ASOCIATIVISMO INTERMUNICIPAL

El caso mendocino: Enzo Completa, Lic. Ciencia Politica y Administracion Pública (UNCuyo), Diploma Superior de Posgrado en Ciencias Sociales (FLACSO), Maestrando en Ciencia Politica y Sociologia (FLACSO), Doctorando en Ciencia Política de la Universidad Nacional de Rosario – CONICET.

El caso neuquino: Carlos Bargas, Consejo de Planificación y Acción para el Desarrollo del Gobierno de la Provincia de Neuquén

El caso bonaerense: Daniel Cravacuore, director de la Unidad de Fortalecimiento de los Gobiernos Locales de la Universidad Nacional de Quilmes, asesor de la Secretaría de Asuntos Municipales de la Nación; asesor de la Presidencia de la Federación Argentina de Municipios.

17.30 CIERRE DE ACTIVIDADES







viernes, 17 de julio de 2009

LA “CUESTIÓN DEL PLATA” Y LOS PROYECTOS UNITARIOS DE ENAJENACIÓN TERRITORIAL




Lic. Enzo Ricardo Completa


El proceso de desgajamiento territorial:

Durante los años que van desde 1810 hasta la batalla de Ayacucho, en 1824, en donde las fuerzas independentistas sudamericanas derrotaron por última vez a las tropas españolas, estallaron revueltas en los Virreinatos del Río de la Plata, Nueva Granada y México, y en las Capitanías Generales de Venezuela, Guatemala y Chile.

Entre las causas que explican esta seguidilla de levantamientos populares se encuentra la notable influencia de las ideas surgidas con la Revolución Francesa; la crítica situación por la que atravesaba la monarquía borbónica española jaqueada por la invasión del ejército de Bonaparte y, fundamentalmente, el principio jurídico, reconocido por la propia jurisprudencia peninsular, según el cual prisionero, muerto o ausente el monarca, la soberanía recaía nuevamente en los pueblos, los cuales poseían desde entonces el derecho de darse su propio gobierno y administración.

Dos grandes hombres dirigieron las fuerzas libertadoras en Sudamérica, Simón Bolívar y José de San Martín, quienes luego de redimir pueblos por separado se reunieron en Guayaquil para coordinar la emancipación definitiva de España. Con este patriótico accionar, ambos militares procuraban contener los ambiciosos planes europeos para colonizar y subdividir a las incipientes naciones americanas.

Dicho propósito, por desgracia, se cumplió de manera fulminante. En este sentido, transcurrido el primer cuarto del siglo XIX, Sudamérica se encontraba dividida en cuatro vastas regiones: Colombia, Perú, el Río de la Plata y Chile. Posteriormente, estas regiones continuaron fragmentándose hasta llegar al punto de desgranarse en un puñado de no más de quince nuevas y frágiles repúblicas.

Respecto del acelerado proceso de desgajamiento territorial producido en el Virreinato del Río de la Plata, debe recordarse que fue el Paraguay quien se escindió primero como consecuencia de la política expansionista del Reino Unido de Portugal, “que no sólo mantuvo su enorme territorio sino que lo amplió, principalmente por el hecho de que por muchos años la Corona portuguesa residió en su colonia americana, la que, de esta manera, funcionó como metrópoli imperial... También se perdería el Alto Perú, hoy Bolivia, pues al negarse los unitarios (Bernardino Rivadavia, fundamentalmente) a prestar ayuda a la campaña de San Martín en el Perú, este debió ceder el protagonismo a Bolívar y fue su subalterno, el mariscal Sucre, quien ocupó tales tierras forzando su independencia (O`Donnell, 2001: 105)

En cuanto a la Banda Oriental, se perdió a raíz de la invasión de las tropas portuguesas en Montevideo, las cuales la incorporaron a su imperio como su “Provincia Cisplatina”. Como consecuencia de esta arbitraria anexión, varios orientales se trasladaron hasta Buenos Aires decididos a reunir las fuerzas y pertrechos suficientes para reconquistar la ansiada libertad, lo cual se logró luego de que los llamados “treinta y tres orientales” vencieran en su patria a las fuerzas imperiales europeas. Luego de esto, la Banda Oriental fue temporalmente reincorporada al territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata. La guerra con Brasil, finalmente, determinó el reconocimiento definitivo de su independencia no pudiendo evitarse que el Río de la Plata se transforme en un conducto de navegación libre para las potencias extranjeras, por no ser el mismo interior.

Este asunto, denominado por aquel entonces como “la Cuestión del Plata”, supo despertar un enconado antagonismo político respecto de lo que realmente convenía a los intereses nacionales. Así, para muchos, la política exterior de Juan Manuel de Rosas se caracterizó por la defensa soberana de nuestros territorios constantemente amenazados por un contagioso internacionalismo europeizante impulsado desde el interior mismo de nuestras fronteras. Desde la vereda de enfrente, en cambio, se aducía (y aún hoy gran parte de la historiografía liberal argentina lo hace) que el marcado patriotismo de Rosas fue engendrado con fines netamente propagandísticos, con el sólo objeto de interpelar en la gente emociones movilizadas en exceso desde las invasiones inglesas de principios de siglo XIX.

Así, para Jorge Myers (1999: 315) “...el americanismo comenzaría a ser agitado como elemento central del ideario rosista a partir del comienzo del bloqueo francés. ...De este modo, Rosas se arrogaba la representación de los intereses y aspiraciones americanos frente a la agresión incomprensiva del continente europeo, mientras que a través de la misma operación propagandística lograba convertir el a veces ingenuo (o aún exacerbado) filo-europeismo de la oposición en una postura nítidamente antiamericana.”

El presente ensayo, pretende erigirse como un intento por fortalecer la primera de estas posturas. El mismo, sin embargo, no fue escrito con el fin de reivindicar la vida y obra de Rosas sino, más bien, para demostrar como los delicados problemas desatados con Francia e Inglaterra en la primera mitad del siglo XIX se profundizaron, en gran parte, debido a las tenaces campañas militares (y también mediáticas) de los unitarios exiliados en Chile y en la Banda Oriental quienes, inmersos en su militante y febril antirrosismo, procuraron obtener la salvaguarda política y económica de los invasores a los efectos de derrocar al popular caudillo federal.

Se destacan, en esta fabulosa campaña difamatoria inteligentemente pergeñada desde el extranjero, los aportes de encumbradas personalidades de la época, entre ellos varios próceres de la guerra de la independencia tales como Juan Gregorio de Las Heras, Bernardino Rivadavia, Valentín Alsina, Domingo de Oro, Álvarez Thomas, Florencio Varela, Gregorio Gómez, Lavalle, José María Paz, Lamadrid, Joaquín Godoy, Salvador María del Carril, José Luis Calle y, principalmente, Domingo Faustino Sarmiento.

Fue este último quien, desde su exilio en Chile, preparó una feroz y prolongada campaña periodística en contra de la figura de Juan Manuel de Rosas, aún a sabiendas de las nefastas consecuencias que su infame accionar podía acarrearle a la Confederación y sus territorios.

Censurados en su momento por el omnipotente régimen de Rosas, aunque publicados por los diarios “La Crónica”, “El Progreso” y “El Mercurio” bajo la rúbrica de un joven y aguerrido Sarmiento, la mayoría de estos artículos fueron escritos exclusivamente con el objeto de condenar el “despótico gobierno de un Rosas que persigue a la civilización a cara descubierta”. (Sarmiento; Diario El Mercurio, 13/10/1842)

Por razones de espacio, hemos dejado fuera del análisis aquellos escritos en los cuales Domingo Sarmiento se encargara de marcar “las notorias contraposiciones existentes entre la refinada sociedad chilena y la inculta e ignorante plebe argentina”. Tampoco nos detendremos en el estudio de los muchísimos artículos redactados por su persona sólo para refutar los dichos de quienes lo denigraban, los cuales no eran pocos. Espero sepan ustedes entender las razones de este necesario recorte.

La cuestión del Plata, entonces, examinada a partir de una serie de desconocidos artículos periodísticos intencionalmente “olvidados” por nuestra historia oficial en razón de su contenido y fundamentalmente de su prosista, constituirá el eje central sobre el cual recaerá la controversia que da origen al presente ensayo. Sirvan de disparador para el debate aquellas polémicas palabras de Domingo Faustino Sarmiento, vertidas desde su Chile adoptivo, en relación con esta importante cuestión:

“...Se ha creído que Rosas es un celoso defensor de nuestro continente que en merced de esta calidad, podía dejársele que derramase cuanta sangre argentina quisiese, sin ver que Rosas tiene tanto de americano como de federal y sin comprender que la intervención francesa nunca amenazó el territorio ni los derechos de América, sino la persona del tirano y su bárbara administración” (Diario El Mercurio, 07/10/1842)

La cuestión de Plata:

En la época de Rosas, la Provincia de Buenos Aires y el Litoral Argentino sobre el Plata fueron bloqueados dos veces por embarcaciones extranjeras. El primer asedio estuvo a cargo de la escuadra francesa y se prolongó desde marzo de 1838 hasta octubre de 1840. El bloqueo comenzó como consecuencia de los alarmantes conflictos bélicos que afrontaba el régimen, los cuales impulsaron a Rosas a aplicar una antigua ley por la que se obligaba a los extranjeros a incorporarse a las milicias armadas. Esta discutida legislación, sumada al hecho de que los ciudadanos ingleses residentes en Buenos Aires estaban excluidos de la misma por haber reconocido Inglaterra nuestra independencia, generó su rechazo por parte de las autoridades diplomáticas francesas, las cuales aspiraban para sus súbditos un trato similar al que habían conseguido los ciudadanos ingleses.

Las acaloradas protestas del cónsul francés, Aimé Roger, sin embargo, fueron rechazadas tajantemente por don Juan Manuel a través de su ministro de relaciones exteriores, Felipe Arana. La respuesta de Francia no se hizo esperar. Una semana después su armada, al mando del contralmirante Leblanc, comenzó con el bloqueo al puerto de Buenos Aires.

La toma armada de la Isla Martín García por el ejército francés, apoyada por las fuerzas del General uruguayo Fructuoso Rivera, exhibió al mundo las intenciones conquistadoras del bando agresor. Su asalto desencadenó las batallas de Yeruá y Chascomús, y la firma del Tratado de Paz “Mackau-Arana”, el 29 de octubre de 1840, mediante el cual Francia se comprometía a levantar el bloqueo y devolvía la Isla Martín García a nuestro país. La Confederación Argentina, por su parte, se comprometió a eximir del servicio de milicias a los ciudadanos franceses residentes en el territorio nacional y a indemnizar a aquellos que hubieran sufrido algún daño a causa del conflicto.

Respecto del segundo bloqueo, estuvo a cargo de una poderosa flota anglo-francesa integrada por once buques de guerra y cuarenta barcos mercantes, y se extendió desde septiembre de 1845 a junio de 1848. En relación a las causas que dieron origen a este nuevo conflicto, la mayoría de los historiadores concuerdan en señalar al Restaurador quien, molesto por la creciente preponderancia del puerto de Montevideo, decidió sitiar su ciudad y cerrar la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Ambas medidas, cabe destacar, iban en contra de los intereses comerciales europeos en Sudamérica, los cuales gravitaban en torno de la libre navegación del Río de la Plata, así como también, de los ramales interiores de su cuenca.

El conflicto se agravó cuando parte de la escuadra anglo-francesa encargada de realizar el bloqueo se decidió a remontar el Paraná en actitud beligerante. Rosas, dando una clara muestra de su olfato político, ya había previsto esta posibilidad. En este sentido, unas semanas antes había encomendado a su yerno, el general Lucio N. Mancilla, la fortificación de la margen derecha del río en el paraje bonaerense conocido por Vuelta de Obligado. Promediando el mes de noviembre de 1845 unas once embarcaciones europeas fueron interceptadas en dicho lugar por las valientes fuerzas de la Confederación Argentina. El combate se inició al amanecer con múltiples bajas para las fuerzas argentinas, unas doscientas cincuenta aproximadamente, demasiadas en comparación con las escasas veintiséis registradas en el bando contrario.

El resultado de la batalla fue celebrado en Europa como una verdadera victoria. Ahora bien, su triunfo no fue más que relativo puesto que si bien es cierto que sus barcos lograron atravesar el cerco impuesto por Mansilla en Vuelta de Obligado, las fuerzas invasoras fracasaron rotundamente en su intento por ocupar las costas de las provincias ribereñas. Por otra parte, los averiados vapores mercantes de Francia e Inglaterra que lograron sobrevivir la ofensiva rosista no lograron vender ni uno sólo de sus productos, cual era el fin primigenio de toda la empresa.

La batalla, por lo demás, tuvo una amplia repercusión en Sudamérica. Chile y Brasil, que rápidamente se volcaron hacia la causa de la Confederación. Incluso hubo algunos unitarios que, conmovidos por lo sucedido, se ofrecieron como voluntarios de su ejército. Tal fue el caso del General Martiniano Chilavert, héroe de la guerra de la independencia, quien luego fuera fusilado bajo las órdenes de Urquiza por haberse pasado al bando rosista. Ahora bien, no todos los exiliados del régimen de Rosas se comportaron con hidalguía. En este sentido, muchos unitarios, sino la gran parte de ellos, no sintieron escrúpulos en asociarse a los invasores en contra de “la tiranía de Rosas”, cual era la excusa que aquellos alegaban para todas sus traiciones.

Florencio Varela, por ejemplo, a quien nuestra historia oficial homenajeara sobradamente al designar con su nombre a un populoso partido de la Provincia de Buenos Aires, un par de años antes de la Batalla de Obligado fue enviado a Europa por la Logia de los Caballeros Liberales (una sociedad secreta antirrosista presidida por Bernardino Rivadavia, con filiales en Buenos Aires y en toda la Banda Oriental) con el fin de recorrer sus cortes y palacios en la búsqueda de aliados para derrocar a Rosas. Los fines de su misión, de acuerdo a Pacho O´Donnell (2001: 214-215), fueron cuatro básicamente:

1- Apurar la intervención armada inglesa, o anglo-francesa si así lo quisiese el gabinete británico, salvando con el apoyo de una facción argentina el problema de cómo presentar al mundo una agresión contra una nación soberana, ya que entonces podría disimulársela como un humanitario apoyo a los luchadores contra la tiranía.
2- Separar Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina constituyéndolas en un nuevo Estado bajo la protección inglesa. (...)
3- Establecer la libre navegación del Plata y sus afluentes, o dicho en otros términos, renunciar a la soberanía argentina sobre los ríos interiores, es decir, justificar por parte de argentinos uno de los propósitos ostensibles de la intervención anglo-francesa de 1845. (...), y
4- Garantizar definitivamente la paz con la intervención permanente de Inglaterra en los Estados del Plata.

En pocas palabras, la Logia de los Caballeros Liberales en conjunto con la Comisión Argentina integrada por el resto de los exiliados antirrosistas residentes en las ciudades orientales de Montevideo, Colonia, Carmelo y Durazno, habían conspirado no sólo con Rivera sino también con el presidente de Bolivia, el mariscal Santa Cruz, para derrocar al Restaurador. A estos efectos, estaban dispuestos a entregar a la Confederación Peruano Boliviana los pueblos de Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, así como también, los de Cuyo, de donde se quería apartar al cura Félix Aldao, fiel instrumento de la política de Rosas.

Como puede apreciarse, los proyectos de enajenación territorial al invasor extranjero eran muchos y variados, y lo que es peor aún, contaban con el visto bueno de la “alta sociedad” de la época. Ahora bien, a pesar de lo que hasta aquí pueda suponerse, el adversario político más sólido y peligroso que tuvo el Restaurador de las Leyes en su estoica defensa de la soberanía argentina no fue precisamente la poderosa coalición anglo-francesa así como tampoco las temibles fuerzas del oriental Fructuoso Rivera, sino más bien la delicada y extranjerizante “pluma y palabra” de Domingo Faustino Sarmiento. En este sentido, quien luego fuera presidente de la Nación Argentina durante el período 1868-1874, testificaba, sin ruborizarse siquiera, que la intervención francesa en Sudamérica nunca amenazó el territorio ni los derechos del continente sino que, muy por el contrario, su contingente “sólo se redujo a un bloqueo y a entregar a los argentinos los despojos arrebatados al tirano para ser convertidos en elementos de libertad” (Diario El Mercurio, 13/10/1842).

Podrá decirse, y con razón, que estos dichos del sanjuanino fueron vertidos con anterioridad a la batalla de la Vuelta de Obligado, sobre la cual coincidiera el mundo entero al calificarla de injusta y desigual. Ahora bien, hecha esta concesión, cuesta pensar todavía que un hombre tan ilustrado como Sarmiento estuviera convencido de que “en la guerra con Francia no se mezclaba para nada la patria argentina” (Diario El Mercurio, 13/10/1842) Francia, a su particular entender, no atacaba al país sino al Restaurador, y Rosas, por su parte, no deseaba defender a la patria sino más bien a su poder para encarcelar y matar sin proceso.

La cláusula tercera del testamento del General José de San Martín, escrito desde su exilio en Inglaterra dos años después de la editorial de Sarmiento, claramente se opone a este análisis tergiversado de la realidad. En este sentido, la reliquia más preciada y simbólica del Libertador, su sable corvo que lo acompañara durante toda su campaña, fue legado expresamente al General de la República Argentina, Dn. Juan Manuel de Rosas, “como una prueba de satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tratan de humillarla...”.

San Martín, que entendía sobre la cuestión del Plata como nadie en su época, estaba al tanto de los ostensibles intereses políticos y económicos que Francia e Inglaterra poseían en el Nuevo Mundo. En virtud de ello, conjeturar que Francia hacía la guerra a Rosas sin que por esto se viera comprometida la Confederación Argentina, no puede ser calificado más que como un nocivo ardid retórico intencionalmente pergeñado por el sanjuanino a los efectos de justificar la agresión armada a un Rosas del cuál era su enemigo personal. Después de todo, ¿qué medida más hostil para los intereses de un país cualquiera, que sufrir las devastadoras consecuencias de un bloqueo marítimo que inmoviliza y por tanto perjudica a su economía?

El objeto de la permanencia de Francia en América del Sur bajo ningún punto de vista se reducía, como opinaba Sarmiento, a la protección de sus nacionales en contra del uso de las facultades extraordinarias del Restaurador. Francia pretendía no sólo que las imposiciones tributarias a sus productos no fuesen más gravosas que las que se impongan a otros países, sino también, la posibilidad concreta de gozar de las ventajas arancelarias que ulteriormente la Confederación Argentina concediera a terceros.

Una vez conocida esta situación, el resentimiento popular en contra de la nación europea comenzó a crecer de manera geométrica. Frente a este cambiante escenario, a Domingo Faustino Sarmiento no le quedó otra alternativa que repudiar públicamente la inmoralidad de lo demandado diciendo que si esta pretensión no era arrogante al menos, debía ser catalogada ciertamente como injusta, “debiendo ser rechazada por los estados americanos siempre que la vean exigida por cualquier nación de Europa” (Diario El Mercurio, 13/10/1842)

Se entienden, en este contexto, gran parte de las actitudes beligerantes de Juan Manuel de Rosas, toda vez que combatió a las poderosas fuerzas anglo-francesas en ocasión de los bloqueos y de las numerosas incursiones de su armada por los ríos interiores de la Confederación.

¿Cómo poder confiar en las supuestas intenciones civilizadoras de un país que, antes y después de los malogrados bloqueos al Río de la Plata, conquistó a las naciones libres de Argelia, Camboya, Cochinchina, Congo, Costa de Marfil, Guinea, Madagascar, Marruecos, Líbano, Somalía, Sudán y Túnez? ¿Y qué decir de Inglaterra, cuya bandera había sido recientemente clavada en las australes Islas Malvinas? ¿No estarían justificadas, acaso, las acciones de Rosas toda vez que intentó defender a nuestro territorio de las ambiciosas garras anglo-francesas?

De acuerdo al particular entender de Sarmiento, bajo ningún punto de vista podía justificarse el accionar de Rosas. En su opinión, toda la hostilidad que Francia aplicó en América se redujo a un simple e inofensivo bloqueo, el cual, supuestamente, era visto con buenos ojos por Rosas, quien no deseaba más que aislar a la República Argentina del concierto mundial. Esta misma acusación, lejos de ser pasajera, se escapa de la pluma de Sarmiento una semana después de haber lanzado la anterior, aunque ahora en referencia al bloqueo que Chile impuso a la Confederación Argentina en virtud de los alistamientos obligatorios y confiscaciones personales que Aldao impuso a los chilenos residentes en Mendoza. Escuchémoslo referirse a las supuestas intenciones aislacionistas de Rosas ante este nuevo bloqueo:

“...Por lo que respecta a la clausura de la cordillera esta es una medida que le habría dado un día de regocijo. ¿Qué le importan a él los intereses materiales del pueblo argentino, si ellos conspiran contra su poder? Por el contrario, lo que él quiere y lo que verdaderamente está en sus intereses de tirano, es que la República Argentina quede completamente aislada, y bien encerrada en su puño...”

Toda una infamia lo del prócer Sarmiento. ¿Cómo poder afirmar que los planes de Rosas giraban en torno del aislacionismo cuando en su proceder no se encuentran más que nítidas pruebas de su soberbia defensa de la soberanía territorial? La unión definitiva de las provincias de la Confederación tal como sucediera con las trece colonias en los Estados Unidos de América, o bien la reconstrucción territorial del antiguo Virreinato del Río de la Plata, he ahí, y no otro, el horizonte político buscado por el Restaurador para nuestra patria.

Los sucesivos incidentes diplomáticos con Francia e Inglaterra, su entusiástica actuación ante los bloqueos impuestos por estas potencias, su enérgica objeción a la voluntad separatista del Paraguay y a las intenciones conquistadoras de Bolivia, la heroica defensa y recuperación de la Isla Martín García y de las costas ribereñas en el paraje de Vuelta de Obligado, he ahí sólo algunas de las muestras más representativas de su irrebatible patriotismo federal y americanista.

La condena a Rosas y su proyecto de país, sin embargo, se convirtió en el leitmotiv preferido de la historiografía liberal argentina representada por los vencedores de Caseros. En este sentido, todo aquel que se opuso a Rosas y a su sangrienta tiranía fue rápidamente premiado con algún busto o plaqueta de bronce. Enorme injusticia, a decir verdad, puesto que si bien se coincide en que la violencia empleada por el rosismo debe ser repudiada por nuestra historia, sus valiosos planteos y acciones en pos de la defensa de nuestra soberanía merecen una suerte distinta. En este orden de ideas, la tendencia historiográfica que aún hoy intenta sintetizar en Rosas y su mazorca a todas las muertes y tropelías ocurridas durante la primera mitad del siglo XIX (de las que, por cierto, no puede eximirse al resto de los federales y unitarios de la época), no puede ser calificada más que como intolerante e injustificable. Coincidimos con Pacho O`Donnell (2001: 112) cuando dice: “...podrá criticársele a don Juan Manuel su ferocidad, siempre y cuando se tenga la hidalguía de aceptar su fervorosa defensa de nuestra soberanía y nuestra integridad territorial constantemente amenazadas, no sólo por los de afuera sino también por los de adentro”.

Así lo entendió el Libertador General San Martín quien, desde su exilio en la ciudad francesa de Grand Bourg, le dijo personalmente a Sarmiento en ocasión de su visita: “...Ese tirano de Rosas que los unitarios odian tanto, no debe ser tan malo como lo pintan cuando en un pueblo tan viril se puede sostener veinte años... me inclino a creer que ustedes exageran un poco y que sus enemigos lo pintan más arbitrario de lo que es... y si todos ellos y lo mejor del país, como ustedes dicen, no logran desmoronar a tan mal gobierno, es porque la mayoría convencida está de la necesidad de un gobierno fuerte y de mano firme, para que no vuelvan las bochornosas escenas del año veinte ni que cualquier comandante de cualquier batallón se levante a fusilar por su orden al Gobernador del Estado.”

Claramente San Martín hacía referencia al fusilamiento del Gobernador federal Dorrego ordenado por Lavalle y, por extensión, a la pacificación y al orden institucional impuesto por Rosas, el cual, a fuerza del uso del cintillo punzó, posibilitó el dictado de la primer Constitución Nacional de la República Argentina en el año 1853. Ahora bien, a los efectos de avanzar en el análisis quizá convenga dejar de lado brevemente a Juan Manuel de Rosas y su proyecto de país para pasar a meditar sobre las ideas de Domingo Faustino Sarmiento elaboradas desde su autoexilio en Chile, nación de la cual luego adoptaría su ciudadanía.

El proyecto Sarmientino:

Cuenta la historia oficial argentina, en este caso representada por la “Cartilla Sarmientina” escrita por Natalio Pisano en el año 1988 como homenaje al prócer en el centenario de su fallecimiento, que cuando Sarmiento llegó a Santiago en el año 1840, su patria, por entonces gobernada por Rosas, no se interesaba por el cuidado de las tierras australes del país, las cuales corrían el riesgo de ser ocupadas por las numerosas naves francesas e inglesas que navegaban libremente por el estrecho de Magallanes.

Naturalmente, “Sarmiento vio el peligro y, convencido de que su patria no podía atender el problema, instó a los chilenos a fundar establecimientos en el estrecho, en su boca occidental, para evitar la ocupación europea... Tenía en cuenta para hacerlo que su país no estaba en condiciones de impedir las incursiones europeas que podían transformarse en ocupación; que Chile, con un gobierno organizado y una flota adecuada, podía defender los derechos americanos, evitando una ocupación semejante a la de las Islas Malvinas; y que la ocupación en cuestión se refería a la boca occidental del estrecho, a la que Chile tenía legítimo derecho.”

Por supuesto, este relato, común en nuestra historia oficial, no constituye más que una interpretación tendenciosa de lo sucedido. Demás está decir que la historiografía liberal argentina se preocupó sistemáticamente por silenciar ciertas declaraciones “incómodas” de un Sarmiento claramente influenciado por el darwinismo social spencereano, en boga durante la época. No obstante esto, determinados extractos de sus escritos han sabido evitar la censura, y lo que es mejor aún, se han popularizado. En este sentido, actualmente a casi nadie le resulta extraño aquel desventurado consejo que el sanjuanino le diera al General Mitre en el año 1861: “...No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos”.

Ahora bien, sin ánimos de avanzar sobre sus anécdotas y sentencias respecto de los indígenas, huérfanos y mendigos, a los cuales detestaba profundamente, se hace indispensable detenernos en el análisis de su pensamiento político, específicamente en lo que concierne a sus proyectos de entrega territorial al extranjero.

Vamos por partes. En primer lugar, si bien nuestra historia oficial a duras penas reconoce que Sarmiento contribuyó con sus escritos a fomentar la ocupación chilena de la boca occidental del Estrecho de Magallanes, a mi entender se queda corta y peca de inexacta. En este sentido, si se analizan sus numerosas publicaciones en los diarios de la época se verá como el pensamiento enajenante de Sarmiento se extendía no sólo sobre la localidad de Punta Arenas sino también sobre las Islas Malvinas y la Patagonia.

En segundo lugar, la supuesta preocupación de Sarmiento por la defensa de los derechos americanos lesionados a partir de la ocupación de las Islas Malvinas, no era tan sincera en verdad. Como se puede apreciar a partir de la lectura de sus escritos políticos, la invasión de los ingleses en el Atlántico Sur no le disgustaba en lo absoluto: “...La Inglaterra se estaciona en las Malvinas. Seamos francos: esta invasión es útil a la civilización y al progreso.” (Diario El Progreso, 28/11/1842)

Rosas, en cambio, lejos de ser civilizado representaba el salvajismo y la barbarie. Su persona debía ser combatida. Su nombre, injuriado. Quizás por ello, los descendientes de la generación del 37 no dudaron en erigir el monumento a Sarmiento de la Capital Federal en el exacto lugar en donde otrora viviera Juan Manuel de Rosas. ¿Será casualidad que se haya demolido la residencia del Restaurador el día 3 de febrero del año 1899, en ocasión de conmemorarse el 47º aniversario de la batalla de Caseros en la cual se lo destituyó? ¿Y qué decir del hecho de que, casi sin excepciones, no haya calles o autopistas en el país que recuerden a caudillos federales tales como Chacho Peñaloza, Juan Bautista Bustos, Felipe Varela o el mismísimo Juan Manuel de Rosas?

Nada de esto es casual, sino causal. Sucede que a nuestra historia oficial siempre le interesó mucho más el ensalzar la genial visión de Sarmiento respecto de la importancia de la educación en nuestro destino como país, que sus incómodas declaraciones sobre el destino que debía dársele a nuestros despoblados territorios del sur. En este sentido, nuestros libros de historia nunca nos contarán sobre los denodados esfuerzos de Sarmiento en pos de que el Estrecho de Magallanes, la Patagonia y aún las provincias de Cuyo pasaran al dominio chileno.

Su pluma, más certera que un fusil, escribirá el 11 de noviembre de 1842 en el Diario El Progreso que para el gobierno de Buenos Aires las posesiones del sur son inútiles: “Magallanes pertenece a Chile y quizá toda la Patagonia”. Más aún, unos siete años después de haber redactado estas líneas, continuará preguntándose: “si el título de erección del Virreinato de Buenos Aires expresa que las tierras al sur de Mendoza entraron en su demarcación; que, a no serlo, Chile pudiera reclamar todo el territorio que media entre Magallanes y las provincias de Cuyo.” (Diario La Crónica, 11/03/1849)

Sarmiento, aunque le cueste aceptarlo a gran parte nuestros historiadores, por aquel tiempo ya no se consideraba argentino, o al menos, ya no funcionaba como tal. En consonancia con esto, declaraba sin tapujos desde el Diario El Progreso de Santiago que: “...Los argentinos residentes en Chile pierden desde hoy su nacionalidad. Chile es nuestra patria querida. Para Chile debemos vivir. En esta nueva afección deben ahogarse todas las antiguas afecciones nacionales.” (Diario El Progreso, 11/10/1843)

Estas palabras, entre otras tantas vertidas a lo largo de su prolongada estadía en Chile en favor de los intereses de la nación trasandina, le significaron a Sarmiento un generoso premio de manos de su leal amigo y protector, el Ministro Montt. Esta recompensa, que convenientemente lo alejara del ámbito político de Chile por unos cuantos años, le permitió seguir con sus estudios sobre educación, inmigración y colonización: un viaje pago por gran parte de Europa y Norteamérica como enviado oficial del gobierno chileno.

La verdadera cuestión detrás de la Cuestión del Plata:

Dejando de lado por un momento las pasiones propias de todo análisis que no intenta ser imparcial sino más bien justo, las opiniones de Sarmiento -desde nuestra perspectiva, demasiado propensas a solicitar la ayuda del extranjero en su lucha contra J. M. de Rosas- se comprenden si se tienen en cuenta los importantes intereses políticos en juego durante la época, entre los cuales se encontraban sus propias ambiciones de llegar al poder. Por su parte, el modo excesivamente autoritario de hacer política de Rosas -redefinido a partir de los bloqueos anglo-franceses promovidos por las constantes intrigas unitarias desde el extranjero- también se comprenden si se repara en los incontables proyectos de enajenación territorial pergeñados en contra de la supervivencia de su propio régimen.

Que nadie se confunda. Los proyectos de Sarmiento a los que se hizo referencia existieron, fueron publicados por la prensa de la época y tuvieron efectos innegablemente perversos en la política rioplatense y sudamericana. Rosas, lejos de permanecer distante e indiferente ante estas circunstancias, se las ingenió para sacar un provecho político, quizás exagerado, del accionar filo-europeísta de los unitarios exiliados de su régimen. Más aún, a través de un hábil manejo de la propaganda en el interior de las provincias, transformó a los bloqueos en elementos de cohesión para la floreciente Confederación Argentina. De este modo, la intromisión anglo-francesa en el Río de la Plata, cuyo objetivo primigenio giraba en torno de debilitar la figura del prestigioso Restaurador, no hizo más que contribuir a su consolidación mediante la exaltación de sentimientos patrióticos en la población en pos de la defensa de la integridad territorial.

La “Cuestión del Plata”, en desmedro de lo que se suele pensar comúnmente, para Rosas nunca giró en torno de la concesión de las demandas exigidas por los residentes franceses en la Provincia de Buenos Aires relacionadas, mayormente, con la posibilidad de permanecer ajenos a la formación de las milicias armadas. Después de todo, una vez finalizado el conflicto diplomático con el gobierno francés, Rosas terminó accediendo a los reclamos de cónsul Aimé Roger. Lo mismo puede decirse respecto del bloqueo chileno a la Confederación: la cuestión principal no pasaba por reconocer o no a los residentes transandinos en Mendoza las prerrogativas por ellos reclamadas.

La naturaleza del conflicto, para don Juan Manuel, se hallaba en las formas más que en el fondo, esto es, en la necesidad de rechazar enérgicamente cualquier tipo de intervención europea en los asuntos internos de las naciones soberanas de Sudamérica, con el fin de que estas últimas continuaran con su proceso de fortalecimiento institucional iniciado a partir de las revueltas independentistas. De esta forma, negociando o cediendo en cuestiones que ya no le interesaban, el Restaurador esperaba lograr una victoria sobre sus adversarios locales, triunfo del que dependía la supervivencia y conservación de su persona y de los florecientes territorios de la Confederación.

Es hora ya de reconocerle a Juan Manuel de Rosas “…que fue gracias a sus esfuerzos que nuestra patria no sufrió otras fragmentaciones como las que propugnaban sus adversarios, los que argumentaban, como lo hiciese Salvador del Carril, que era conveniente el achicamiento de nuestro territorio para explotarlo mejor con las posibilidades que tenemos” (O`Donnell, 2001: 106)

Por supuesto, no esperamos la llegada de una purga histórica en los próximos años. Probablemente nuestra historia oficial continúe repitiendo sus verdades con prescindencia de los valiosos aportes del revisionismo histórico actual. Nuestras escuelas, en este sentido, sin dudas seguirán adelante con sus ciclópeos procesos de inculcación de sentimientos de admiración por Domingo Faustino Sarmiento y de odio por Juan Manuel de Rosas. Quienes quieran oír su prédica, que oigan. Quienes logren escapar a sus discursos, bienvenidos sean.


Bibliografía:


DE LA VEGA, Julio Cesar. “Diccionario Consultor de Economía Política”. Ediciones Delma. Buenos Aires. 1994.

MYERS, Jorge. “El nuevo hombre americano. Juan Manuel de Rosas y su régimen”, en Jorge Lafforgue/Tulio Halperin Donghi. “Historia de Caudillos Argentinos”. Ed. Extra Alfaguara. Buenos Aires. 1999.

O´DONNELL, Pacho. “Juan Manuel de Rosas. El maldito de nuestra historia oficial”. Editorial Planeta. Buenos Aires. 2001

PISANO, Natalio J., “Cartilla Sarmientina”. Ed. Instituto Sarmiento de Sociología e Historia. Buenos Aires. 1988.

SARMIENTO, Domingo Faustino. Artículos periodísticos varios, publicados en los Diarios El Mercurio, El Progreso y La Crónica.

viernes, 15 de mayo de 2009

EXPONDRAN SOBRE LA EXPERIENCIA ASOCIATIVA INTERMUNICIPAL DE LA PROVINCIA DE MENDOZA EN EL IX CONGRESO IBEROAMERICANO DE MUNICIPALISTAS EN URUGUAY


En la ciudad de Montevideo (Uruguay) se celebró la semana del 10 al 14 de mayo del año 2009 el IX Congreso Iberoamericano de Municipalistas. "Seguridad vs. Integración social en las ciudades ¿Un binomio irreconciliable?", organizado por la Unión Iberoamericana de Municipalistas (UIM).

Participaron en el Congreso representantes de gobiernos locales, gobiernos centrales y organizaciones internacionales de toda Iberoamérica, quienes se reunieron con el fin de discutir en torno al desarrollo de los gobiernos locales, especialmente en materia de seguridad ciudadana.

En torno a esta actividad se celebraron 6 conferencias plenarias con autoridades políticas de renombre internacional, entre ellas el expresidente colombiano Belisario Bentancur Cuartas, además de 33 paneles temáticos y otras mesas y talleres temáticos paralelos a la actividad.

En la oportunidad, se presentará una ponencia titulada "Nuevas estrategias de articulación horizontal en la Provincia de Mendoza: Acerca de las microrregiones intermunicipales como herramientas de gestión para el desarrollo local-regional". La misma, será expuesta el día 14 de mayo de 2009, de 17:30 a 19:00, en el Hotel Radisson (sede del evento), en la Sala Picasso, dentro del panel nº 2 denominado ¨ Asociacionismo Municipal¨. A continuación se adjunta el resumen de la ponencia.

Abstract:

La globalización, la crisis del Estado-nación y el proceso de reforma del Estado generaron una nueva distribución de las funciones y competencias entre los diferentes niveles del Estado, aumentando la responsabilidad de los municipios en la gestión del bienestar comunitario. El término desarrollo local traduce con cierta amplitud el conjunto de nuevas funciones asumidas por los municipios en la promoción de sus comunidades, funciones que al presente se ejercen con la misma estructura jurídica y recursos fiscales que hace unas décadas, lo que ha llevado a las autoridades locales a desarrollar nuevas estrategias de articulación horizontal que les permitan adaptarse a este pronunciado proceso de delegación de funciones y competencias. El presente artículo analiza las microrregiones intermunicipales surgidas en la provincia de Mendoza (República Argentina), centrando la investigación en las modalidades de gestión y administración adoptadas y en el marco jurídico que les da sustento.





sábado, 21 de marzo de 2009


“LA COYUNTURA REVOLUCIONARIA PREVIA AL ESTABLECIMIENTO DEL COMUNISMO DE GUERRA”

por Lic. Enzo Ricardo Completa.


Consideraciones preliminares:

Suele pensarse al siglo XX como una centuria “corta”, que empieza con la Primera Guerra Mundial y el estallido de la Revolución Rusa -en los años 1914 y 1917, respectivamente- y que termina unos setenta años más tarde, con la desintegración de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.) y la caída del Muro de Berlín.
Era de guerras y regímenes dictatoriales, tiempo de ideologías devenidas en sociedades, este siglo falto y escueto se nos antoja todavía desconocido. Se sabe, el capital y su doctrina a la postre resultaron vencedores de la no tan gélida Guerra Fría. Una victoria absoluta, dirán algunos, superadora del antiguo modelo geopolítico bipolar. La puerta de entrada hacia una nueva crisis, dirán otros, crisis de los Estados Nación, de las economías nacionales y del Estado de Bienestar.
Sea como fuere, puede coincidirse en algo: el siglo XX nos afectó y mucho. Lo observamos nacer, desarrollarse y fenecer. Intervenimos –por más mínimo que haya sido nuestro papel- en buena parte de sus dramas y tragedias. Más aún, forjamos nuestras opiniones en base a sus episodios y acontecimientos, entre ellos, la todavía parcialmente inexplorada revolución bolchevique de 1917, sin lugar a dudas el acontecimiento del siglo XX por antonomasia.
Si se extirpara de la centuria pasada a la Revolución Rusa y sus innumerables ramificaciones políticas, el tamaño del siglo se vería reducido a un tercio. Tal es su importancia. Tal su extraordinaria influencia sobre los hechos del presente y del futuro. De ahí, entonces, la ineluctable necesidad de detenernos en el análisis de la génesis del régimen soviético, esto es, en el turbulento período previo a la instrumentalización del denominado “Comunismo de Guerra”.
¿Cuáles fueron las verdaderas causas que dieron origen a este primer comunismo? ¿Surgió de manera espontánea, fue concientemente implantado por el partido bolchevique o bien emergió como una consecuencia imprevisible de la Gran Guerra? La innumerable cantidad de leyes, disposiciones y decretos sancionados por el gobierno bolchevique con posterioridad a la revolución de octubre de 1917 ¿reproducen fielmente el ideario político de Marx o bien, por el contrario, rompen con el mismo, evolucionando hacia una nueva forma de organización social más acorde a las nuevas circunstancias históricas?
Como puede apreciarse, son muchos y variados los interrogantes que dan origen al presente ensayo. El mismo, en este sentido, avanza sobre buena parte de ellos, buscando explicaciones en la coyuntura histórica de las revoluciones previas a la implementación del Comunismo de Guerra. Indudablemente, el precipitado proceso de comunistización de la sociedad rusa, evidenciado a principios del siglo XX, se encuentra directamente relacionado con el desordenado proceso de reestructuración del poder ocurrido en la Rusia luego de la caída del zarismo.

La coyuntura revolucionaria de 1917:

Promediando la última década del S. XIX la situación general de Rusia hacía prever la ocurrencia de una revolución. El retraso general del país, la persistencia de la monarquía absoluta, la miseria campesina, el crecimiento de un proletariado de obreros fabriles en las ciudades y el no tan lejano asesinato del Zar Alejandro II, en el año 1881, parecían motivos más que sobrados para pensarlo.
El momento pareció haber llegado en 1905. Rusia había sufrido en aquel año la derrota con Japón por el dominio de Corea, lo cual había generado toda una andanada de críticas a las altas esferas políticas rusas. Las manifestaciones que se dieron en San Petesburgo -pacíficas, con el objeto de pedir reformas liberales al Zar Nicolás II- fueron disueltas a tiros. La indignación era inmensa: huelgas obreras, manifestaciones campesinas y rebeliones militares se sucedían al unísono. El poder del Zar tambaleaba por primera vez. En aras de conservar su imperio tuvo que ceder ante la fuerza de los reclamos populares, reconociendo ciertas libertades civiles y estableciendo una Duma legislativa.
La revolución de 1905, sin embargo, cayó derrotada dos años más tarde. ¿La razón? Muy sencilla. Una vez terminada la guerra con Japón, el Zar les ordenó a sus tropas dirigirse hacia las aldeas campesinas que se habían amotinado a los efectos de arrestar a los activistas políticos más representativos. Acto seguido, dejó sin efecto la totalidad de las concesiones constitucionales otorgadas al pueblo, restaurando nuevamente su autocracia.
Llegado el año 1914 estalló la Gran Guerra, la cual le ocasionó a Rusia un alto número de derrotas militares, pérdidas humanas, heridos y prisioneros. Los abultados gastos del conflicto bélico terminaron de empobrecer a la monarquía, provocando un aumento exponencial de la pobreza, el hambre y la inflación. Como consecuencia, a poco de empezar la guerra buena parte del campesinado (obligado a dejar sus labores en el campo para ingresar en un ejército mal armado) empezó a insubordinarse y desertar. La escasez de alimentos, combustibles, medicinas y armamento, sumado a la presencia de un invierno sumamente frío en el año 1916-1917, desencadenaron el descontento del resto de los soldados y su posterior deserción del frente de batalla por millares.
El pueblo ruso había perdido su confianza en el Zar. Como consecuencia, las calles de San Petesburgo (rebautizada como Petrogrado al comenzar la guerra mundial) comenzaron a inundarse de manifestantes que reclamaban distintas cuestiones: cambios en el gobierno, entrega de alimentos, el fin de la guerra, mejores condiciones de trabajo, tierras, etc. Según Figes y Kolonitskii, “el hecho de que la mayoría de la gente tuviese experiencia previa en huelgas y manifestaciones ayudó a su organización. Los obreros de Petrogrado, en particular, tenían una larga tradición de activismo en los sindicatos y la mayoría se acordaba de la Revolución de 1905”.
Los hechos se sucedieron muy rápido. Las manifestaciones pronto se transformaron en marchas masivas repletas de campesinos, obreros y soldados. Las huelgas de determinados sectores fabriles, por su parte, devinieron en un paro total del movimiento obrero –entre ellos los empleados del ferrocarril- lo cual asestó un verdadero golpe de gracia a la autocracia zarista, impidiendo la llegada a las ciudades de tropas leales al Zar Nicolás II.

“El desplome de la autocracia Romanov, en marzo de 1917, fue una de las revoluciones más espontáneas, anónimas, no dirigidas de todos los tiempos (...) nadie, ni siquiera entre los dirigentes revolucionarios, comprendió que las huelgas y motines del pan, que estallaron en Petrogrado el 8 de marzo, culminarían en el motín de la guarnición y en la caída del gobierno, cuatro días después”.

En las provincias, la noticia fue recibida con algarabía. Manifestaciones espontáneas, desfiles triunfales, destrucción de águilas y retratos del Zar y la continua entonación de marchas tales como la Marsellesa o la Internacional adornaron una multiplicidad de fiestas populares (llamadas comúnmente “festivales de la libertad”) organizadas con el fin de festejar la resistencia al régimen zarista. La Revolución de Febrero, de esta forma, adquirió un carácter profundamente simbólico que se extendió hasta mucho tiempo después del derrocamiento de la dinastía Romanov.
Mucho tuvo que ver en esto el culto a la figura de Alejandro Kerensky, sin dudas el hombre más importante e influyente de la época. Así, “en un momento en que se estaban creando las estructuras de poder en una Rusia revolucionaria, Kerensky ya disfrutaba de considerable autoridad. Se le conocía como abogado defensor en juicios políticos, como miembro de la comisión que investigó los acontecimientos de la masacre de Lena en 1912 y como uno de los más sinceros miembros de la Duma”.
Su posición como vicepresidente del Comité Ejecutivo del Soviet de Petrogrado durante los días de febrero, por su parte, le permitió tener una actuación destacada en la revolución, organizando las manifestaciones populares, ordenando el arresto de los ministros zaristas, sublevando a los soldados y llamando a la desobediencia civil.
Para muchos analistas políticos de la época, Kerensky se encontraba en el lugar indicado en el momento preciso. De ahí, entonces, que a los providenciales líderes de la Duma no les quedara otra opción que darle una participación destacada en el Gobierno Provisional. Su reputación, simplemente, se había extendido demasiado como para prescindir de sus servicios.
El primer Gobierno Provisional ruso -presidido inicialmente por el conde G. E. Lvov y luego por Kerensky- asumió la forma de un gobierno de coalición entre partidos burgueses (como el kadete) y partidos socialistas reformistas (entre ellos el menchevique, el partido de Kerensky, el socialista revolucionario, los trudoviki, etc.). Dicho pluralismo, sin embargo, no logró menguar la polarización política producida por el creciente poder de los Soviets, los cuales se habían convertido en una verdadera alternativa de gobierno.
Ante la disyuntiva de poder (y en ausencia de Lenin) las altas esferas del partido bolchevique decidieron brindar su apoyo al Gobierno Provisional. Tras el regreso del líder a Petrogrado, en el mes de abril, las cosas volvieron a quicio. Para Lenin, debía derrocarse al gobierno burgués de Alejandro Kerensky. En cuanto a la guerra, había que darla por concluida de inmediato, por ser una guerra imperialista por el reparto del mundo y por el nuevo reparto de las colonias. “El capitalismo –dirá un año más tarde- se ha transformado en un sistema universal de opresión colonial y de estrangulación financiera de la inmensa mayoría de la población del planeta por un puñado de países avanzados. Este botín se reparte entre dos o tres potencias rapaces de poderío mundial, armados hasta los dientes (Estados Unidos, Inglaterra, Japón), que, por el reparto de su botín, arrastran a su guerra a todo el mundo”.
¿Qué sentido tiene –preguntaba constantemente Lenin a quien se dignara a escucharlo- el participar en una guerra imperialista y fraticida que engaña, divide y lleva a una muerte segura a trabajadores de distintos países? La misión del partido bolchevique, a su entender, debía consistir en transformar esta gran guerra imperialista de naciones en una guerra civil de carácter mundial, supresora del Estado y de las clases sociales.
Con sus promesas de pan a los trabajadores urbanos, de tierras a los campesinos y de paz a los soldados, comenzó a forjarse el apoyo político que necesitaba para llevar adelante su plan. Unas pocas pero eficaces consignas resumieron su estrategia revolucionaria: “Abajo la guerra” y “Todo el poder para los Soviets”. Este tipo de frases –siempre enérgicas y de fácil memorización- supieron calar hondo en el ideario popular ruso, siendo coreadas de inmediato en manifestaciones y reuniones obreras de la época.

Llegado el mes de junio de 1917 se produjo un resonado fracaso militar en el frente de batalla ruso, lo cual socavó sensiblemente el prestigio del “camarada héroe” Kerensky, por aquel entonces Ministro de Guerra del Gobierno Provisional. Muchos oficiales de alto rango se habían mostrado preocupados por la ofensiva que el ministro planeaba realizar. Kerenski, sin embargo, hizo caso omiso de las críticas y ordenó un ataque masivo que a la postre resultó funesto para sus tropas.
Extrañamente su situación personal dentro del Gobierno Provisional resultó favorecida con la derrota: toda la responsabilidad de la frustrada maniobra bélica recayó en los hombros del Príncipe Lvov, quien debió renunciar a su cargo de Primer Ministro. En su lugar asumió Kerensky, quien en un intento desesperado por recuperar la gobernabilidad perdida decidió convocar a una “Coalición entre la Duma y el Soviet”, esto es, entre los sectores socialistas y liberales de Rusia. A partir de entonces, el destino de la revolución pasaba a depender de él y solamente él. Su popularidad, no obstante, se encontraba en franca caída.
Orlando Figes y Boris Kolonitskii aseguran que el fuerte personalismo impreso a la gestión de Kerensky hizo que se personificaran en él los errores del gobierno. “El final de la autoridad de Kerensky se manifestó en las crecientes críticas y en el aumento de la oposición a su gobierno. Al decaer el interés en una coalición, hubo un aumento correspondiente en el número de ataques personales a Kerensky, tanto de la derecha como de la izquierda. La difusión de habladurías y rumores malvados parecidos a los que habían contribuido a la caída de los Romanov fue la demostración más chocante de la transformación de su imagen”.
El 25 de octubre (7 de noviembre en el calendario occidental) se desencadenó una nueva revolución dentro de la revolución. Los bolcheviques -bajo la dirección del Comité Militar Revolucionario, presidido por Trotsky- atacaron y ocuparon algunos puntos estratégicos en Petrogrado, obligando al Gobierno Provisional de Kerensky a dimitir. “Fue un golpe sin sangre. El Gobierno Provisional se vino abajo sin resistencia. Algunos de los ministros fueron detenidos. El primer ministro Kerensky huyó al extranjero”.
Un día después del derrocamiento, el II Congreso Panruso de los Soviets de Diputados Obreros y Soldados proclamaba el traspaso de la autoridad a los Soviets, sancionando tres importantes decretos. Por el primero de ellos se instaba a los obreros de Europa a poner fin a la guerra. El segundo creaba un Consejo de Comisarios del Pueblo, autoridad máxima de la nación a partir de entonces. El tercer decreto, finalmente, versaba sobre la propiedad de la tierra y la socialización de la agricultura.
Con estas medidas comenzaba a tomar forma el denominado Comunismo de Guerra, período de comunistización por excelencia de la sociedad rusa.

La estrategia de la revolución:

“En 1917, Rusia constituía un auténtico subcontinente, poblado por más de 150 millones de campesinos sin instrucción, con una clase obrera sometida a pruebas colosales, guerra mundial, revolución, guerra civil, y una economía colapsada por el sabotaje de los antiguos propietarios y la agresión militar de los imperialistas de occidente”. Con todo, la estrategia revolucionaria del partido bolchevique fue clara desde un principio. Nada hubo de espontáneo en sus acciones pre-revolucionarias, mucho menos en los hechos que se desencadenaron a fines de 1917.
Según advertía el propio Lenin, los bolcheviques cometerían el peor de los pecados si se confiaban en la espontaneidad revolucionaria del movimiento obrero. Para Lenin los obreros naturalmente no tienden a convertirse en socialistas sino más bien en sindicalistas. El socialismo, por tanto, debía serles inculcado desde el partido, esto es, desde una organización rígida y centralizada, de tipo militar, compuesta por una minoría de intelectuales de clase media altamente versados en la ciencia del materialismo dialéctico e histórico, profesionales de la revolución. Esta era, exactamente, la tarea que el líder de los bolcheviques le asignó a su partido en sus obras ¿Qué hacer? (1902) y Un paso adelante, dos pasos atrás (1904). Una labor militante, sumamente activista y provocadora, movilizadora de las distintas capas de la sociedad rusa.
Sólo 25.000 afiliados al partido bolchevique bastaron para organizar la revolución en el vasto territorio ruso. “Nadie hubiera dicho que aquel puñado de obreros mal vestidos, dirigidos por unos pocos hombrecillos, de perilla y gafas, empleados, abogados y profesores que solían tomar la palabra en cualquier sitio que les dejaran, estaba abriendo la ventana para que entrara el huracán del tiempo”. Tampoco que el marxismo podía triunfar en una nación industrialmente subdesarrollada, con un proletariado numéricamente débil y una población fundamentalmente agraria y primitiva, características éstas de un país atrasado y colonial.
Para Marx y Engels –recordemos- las revoluciones no eran hijas del atraso. La revolución proletaria sólo llegaría si se la realizaba de manera simultánea por los trabajadores de los países capitalistas más adelantados. Nunca podría ser exitosa si se la pensaba para un único país, mucho menos si el mismo se encontraba económicamente atrasado. Para Lenin, en cambio, las condiciones materiales de existencia de la sociedad rusa hacían posible la ocurrencia de una revolución socialista incluso antes que en los países económicamente desarrollados de Europa o América del Norte. La revolución, de esta forma, se constituiría en la vía de modernización por excelencia para una Rusia predominantemente rural y aldeana.
Según el líder del bolchevismo, la tesis marxista relativa a una revolución universal emergente exclusivamente de la lucha del proletariado en los países capitalistas “sólo era aplicable a la fase pre-monopolista del capitalismo”. A su entender, desde la muerte de Marx el capitalismo no había hecho más que fortalecerse, evolucionando desde su antigua forma industrial a una etapa financiera, del tipo monopólica e imperial. Como consecuencia, lejos de circunscribirse la explotación burguesa al ámbito de las fábricas instaladas en los países más desarrollados, a comienzos del siglo XX el capitalismo -devenido ahora en imperialismo- se dedicaba a extraer grandes cantidades de plusvalía de las naciones más atrasadas del mundo.
Esta nueva forma de explotación, según sus propias palabras, posibilitaba que los grandes capitalistas (organizados en trusts, sindicatos y cartels) pagaran altos salarios a su mano de obra nacional, lo cual demoraba de manera sensible la llegada de la revolución socialista y su posterior victoria, por haberse convertido en un hecho absolutamente superfluo para el proletariado.
El capital –dirá Lenin- ha encontrado una forma temporal de demorar la lucha de clases. Con la llegada del imperialismo, la geografía de la revolución se había desplazado hacia los países menos desarrollados del mundo, es decir, hacia aquellos países eminentemente campesinos en donde la cadena del imperialismo tenía su eslabón más débil. La revolución Rusa, de esta forma, se encontraba más cerca de concretarse que nunca. Sólo restaba sumar (esto es, activar políticamente) a las numerosas capas no proletarias de la sociedad, entre ellas a la pequeña burguesía, a los intelectuales y al campesinado medio. Restaba convencerlos de la imperiosa necesidad de marchar hacia el establecimiento del socialismo.
“¡Abajo la guerra!”.
“¡Todo el poder para los Soviets!”.
“¡Muerte para el traidor de Kerenski!”
“¡Larga vida al camarada Lenin!”

La maquinaria propagandística del partido bolchevique ya se había puesto en marcha, inundando las paredes de Petrogrado con sus lemas y distintivos, enarbolando sus enormes banderas rojas, editando las obras de Lenin (y luego de Trotsky) en formato de panfleto, repartiendo propaganda subversiva, etc.
Tomar el poder, puede decirse, fue una tarea medianamente sencilla para Lenin. Su verdadero problema comenzó a la hora de gobernar. Después de todo, su poder político se sostenía tan sólo por un grupo reducido de revolucionarios organizados en torno a un partido político sin un programa de gobierno. Debía dotarse de contenido a la dictadura del proletariado.

Las primeras medidas:

La fecha del golpe se programó para que coincidiera con la celebración del II Congreso Panruso de los Soviets. El partido bolchevique controlaba la mayoría de los delegados del Congreso, razón por la cual consiguió que se nombrara al camarada Lenin como líder del Consejo de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom), la principal institución a cargo del gobierno provisional del país bajo la autoridad del Congreso hasta tanto se constituya una Asamblea Constituyente.
Como Comisario del Pueblo inicialmente Lenin se encargó de velar por el fiel cumplimiento del decreto sobre la propiedad de la tierra, primer remedio bolchevique para los numerosos males de la economía rusa. Cuatro meses más tarde se sancionó la Ley de Socialización de la Tierra del 19 de febrero de 1918 –complementario del anterior decreto- por la cual se estableció la confiscación sin indemnización de todas las tierras de los terratenientes, la nobleza y el clero, reservándose el derecho de su utilización solamente a aquellos campesinos que efectivamente pudieran cultivarlas. “Los derechos sobre los minerales y otros derechos de tipo subsidiario –por su parte- quedaban reservados al Estado. La compra, venta y arrendamiento de la tierra, así como el empleo de trabajo asalariado, quedaban prohibidos”.
Con estas medidas se buscaba socializar la actividad agrícola de manera armónica, evitando el acaparamiento de tierras por parte de grandes terratenientes. La armonía, sin embargo, estuvo muy lejos de alcanzarse. Así, se sabe que “en muchos casos (aunque no en todos) el propio propietario fue violentamente atacado, y los edificios quemados para asegurar lo irrevocable de la transferencia”. En el interior de las provincias, por su parte, cada soviet local campesino llevó a cabo sus propios arreglos expropiatorios “que variaban mucho según las regiones y aún dentro de una misma región”.
Con todo, la revolución agraria tuvo en sus comienzos un efecto poderosamente nivelador de las clases sociales. En este sentido, la mayor parte de los campesinos pobres recibieron tierras nuevas (no siempre aptas para el cultivo), disminuyendo el tamaño medio de las parcelas casi a la mitad. “El campesinado se benefició, también, de la abolición de las deudas y la obligación del pago de rentas a los propietarios no campesinos”.
Por otra parte, un amplio número de campesinos acomodados (denominados “kulaks”) y de soldados licenciados y desertores del ejército (que todavía se encontraban armados) se vieron favorecidos con la redistribución, utilizando métodos agresivos de presión sobre los terratenientes a los efectos de asegurarse una buena cantidad de tierras. Esta situación tuvo lugar, fundamentalmente, durante los años siguientes a la guerra.
Como puede apreciarse, el caos y la desorganización se impusieron a la hora de fragmentar y asignar propiedades. Esta situación, demás está decirlo, repercutió directamente en el sistema productivo ruso, paralizándolo de inmediato. En este sentido, según Teodor Shanin “se registró un cambio agregado descendente en la cantidad de superficie sembrada y en el número de caballos por unidad doméstica campesina” , lo cual se tradujo en un empobrecimiento económico real del campesinado como grupo como consecuencia de la Gran guerra, de la guerra civil y de la revolución.
El hambre provocado por la escasez de alimentos en las ciudades, el racionamiento impuesto desde 1916, el colapso de la economía monetaria y del sistema salarial, la extensión de la guerra civil y la propagación de una epidemia de tifus hicieron insostenible la situación para las autoridades bolcheviques. Si se quería terminar con la anarquía, debía fortalecerse la autoridad estatal fomentando el intervencionismo.

Llegado el 27 de noviembre de 1917 entró en vigencia un decreto sobre el control obrero. Según la nueva normativa, quedaba abolido el secreto comercial, autorizándose a los comités de fábrica (surgidos con posterioridad a la revolución de febrero que derrocó al Zar) a decidir respecto de la producción, venta y distribución de todos los artículos que se produjeran en las empresas. Los comités de fábrica, de esta forma, “tenían derecho a fijar índices mínimos de producción y a controlar los costos”. Los propietarios de las empresas, por su parte, se encontraban obligados a facilitar a los órganos de control obrero toda información jurídica, contable, de costos o ganancial que pudiera resultar de relevancia para los trabajadores.
La aplicación del decreto sobre el control obrero, por supuesto, no hizo más que ayudar a extender el ya exacerbado caos político-económico imperante, convirtiéndose pronto en un caldo de cultivo ideal para la anarquía y la desorganización del trabajo. En este orden de asuntos, la manifiesta falta de conocimiento y “experiencia comercial” por parte de los obreros derivó en la ocurrencia de tristes episodios de robo, reventa de materiales, violencia y desobediencia generalizada.

El 15 de diciembre de 1917 se creó el Consejo Supremo de Economía Nacional (VSNJ), dependiente del Consejo de Comisarios del Pueblo. Entre sus amplísimas funciones se encontraba la de organizar la economía, la industria, la producción y la hacienda pública nacional, pudiendo para ello elaborar todo tipo de normas tendientes a aunar actividades comerciales, a confiscar, requisar o secuestrar mercaderías o bien a nacionalizar diversas ramas de la industria y el comercio.
Las disposiciones “menores” del Consejo Supremo de Economía Nacional (VSNJ) eran implementadas en la esfera local por una amplia red de Consejos Regionales (SNJ) y departamentos (conocidos como “glavki”) encargados de controlar actividades concretas tales como la industria petrolera, la industria textil o la maderera. Aquellas disposiciones de mayor importancia eran controladas directamente por las altas esferas del VSNJ. Entre estas debe hacerse una referencia obligada a la profunda política de nacionalización de la economía soviética encarada con posterioridad a su creación. En este orden de asuntos, apenas un mes después de establecido el control obrero se nacionalizó a los bancos privados, a los que se fundió inmediatamente con el Banco del Estado creando así el “Banco Popular de la República Rusa”.
En enero de 1918, por su parte, se decidió nacionalizar los ferrocarriles y la marina mercante. Ahora bien, con prescindencia de estos dos grandes sectores industriales, inicialmente se nacionalizaron empresas aisladas y no ramas enteras de la industria. Más aún, hasta junio de 1918 las nacionalizaciones se hicieron de manera autónoma y local, esto es, desde abajo, a pedido de los obreros de una determinada empresa, sin la intervención y conocimiento de las altas esferas económicas de la Nación.
Quizá por esto, por los inconvenientes propios derivados de la nacionalización descontrolada de empresas en el interior de la nación rusa, a mediados de enero de 1918 se prohibió por decreto toda nacionalización no autorizada expresamente por el VSNJ. “Nadie debió tomar demasiado en serio esta orden –nos dice con justeza Alec Nové- toda vez que el 27 de abril del mismo año hubo que reiterarla, esta vez con una amenaza de tipo financiero: no se facilitarían fondos a las empresas que fueran nacionalizadas sin la autorización del VSNJ”.
A pesar de lo que podría creerse, sin embargo, hasta mediados de 1918 no se habían nacionalizado una gran cantidad de empresas (menos de quinientas, según se desprende de datos oficiales). Estos datos demuestran la escasa conciencia revolucionaria del proletariado ruso, los cuales -en términos generales- preferían continuar trabajando bajo las órdenes de un capitalista antes que solicitar la nacionalización de su empresa, lo cual podía dejarlo sin trabajo merced al sabotaje de los propietarios o a la propia inexperiencia comercia del movimiento obrero.
Según Nové, “el gran salto hacia el comunismo de guerra debemos fecharlo a finales de junio de 1918, con la promulgación del decreto de nacionalización, que afectaba, en principio, a todas las fábricas (en cuanto distintas de los pequeños talleres)”, y con posterioridad, a todo el comercio y a los seguros.
Las nacionalizaciones, finalmente, fueron acompañadas por el establecimiento de un sistema gubernamental de requisiciones de alimentos –siempre por la fuerza- a los campesinos. Así, según relata Max Nomad en su obra, “...las ciudades producían exclusivamente para las necesidades del ejército, comprometido en la guerra civil, y no tenían nada que ofrecer a los campesinos, a cambio de lo que les quitaban”.
El recrudecimiento de la guerra civil encontró a Rusia en extremo desorganizada, sin ferrocarriles, puentes transitables ni comercios. Así las cosas, resultaba imposible para las pocas fábricas que aún se mantenían en funcionamiento abastecerse de cantidades suficientes de petróleo y materias primas, así como para la población de alimentos, ropas y carbón.
En las ciudades acechaba el hambre y el frío. En el campo, comenzaban a volver aquellos terratenientes que habían sido despojados de sus tierras por decreto. En tales condiciones se implantó el comunismo de guerra.

Conclusiones:

Al producirse la revolución de marzo de 1917, Lenin se encontraba en Suiza. Desde allí escribió una carta al periódico ruso Pravda en la que vertió los siguientes conceptos: “la primera revolución (1905) preparó profundamente el terreno, arrancó de raíz prejuicios seculares, despertó a la vida política y a la lucha política a millones de obreros y a decenas de millones de campesinos, reveló ante cada uno –y ante el mundo entero- todas las clases (y los principales partidos) de la sociedad rusa en su verdadera naturaleza, en la correlación verdadera de sus intereses, de sus fuerzas, de sus medios de acción, de sus objetivos inmediatos y lejanos. La primera revolución y la época de contrarrevolución que le siguió (1907-1914) pusieron al descubierto toda la substancia de la monarquía zarista, la empujaron a su último límite, descubrieron toda la putrefacción, toda la ignominia, todo el cinismo y la corrupción de la banda zarista... Sin la revolución de 1905-1907, sin la contrarrevolución de 1907-1914, habría sido imposible una autodeterminación tan precisa de todas las clases del pueblo ruso...”.

De las anteriores reflexiones puede deducirse que la revolución de 1905 representó una suerte de ensayo general para la posterior revolución de febrero-marzo de 1917. Los trabajadores se conocían, sabían lo que tenían que hacer, en qué momento preciso atacar a la monarquía. La coyuntura política elegida por el movimiento obrero-campesino para llevar a cabo ambas revoluciones, en este sentido, demuestra claramente la veracidad de esta tesis: las revueltas se iniciaron en ocasión de encontrarse el zarismo en una situación de debilidad militar por haber enviado sus tropas a la guerra, esto es, fuera del territorio ruso. “La diferencia verdaderamente importante entre 1917 y 1905 estribó en lo que ocurrió al ejército. Mientras que en 1906 el ejército imperial casi intacto pudo ser empleado para aplastar las revueltas rurales, durante el verano y el otoño de 1917 se desintegró...”.
La noticia de la revolución, como sabemos, fue recibida por el pueblo con un notable y duradero entusiasmo. El triunfo sobre la autocracia zarista, a su entender, había sido absoluto. Para Lenin, en cambio, aún restaba realizar la etapa más importante de la revolución, restaba pasar del gobierno burgués de Kerenski a la instauración de una sociedad marxista. Escuchémoslo arengar al movimiento obrero desde su exilio:

“¡Obreros! Habéis hecho prodigios del heroísmo proletario y popular, en la guerra civil contra el zarismo. Tendréis que hacer prodigios de organización del proletariado y de todo el pueblo para preparar vuestro triunfo en la segunda etapa de la revolución”.

Y el triunfo llegó. Apenas ocho meses después de comenzada la revolución de febrero-marzo de 1917, estallaba una nueva revuelta en Petrogrado. Una revolución que lejos de instituir los pilares sempiternos del marxismo en Rusia va a culminar en una feroz dictadura, no del proletariado sino inicialmente del partido bolchevique y luego de Stalin.

Por supuesto, Lenin y su partido pretendieron que el mundo viera al comunismo de guerra no como una salida a la guerra absolutamente necesaria dadas las condiciones imperantes, sino como un período en la vida soviética inmediatamente previo a la instauración del marxismo. El control obrero, en este sentido, se ideó con el fin de que los proletarios se familiarizaran en la dirección de las empresas, tal como sucedería si se alcanzara una sociedad sin clases. Ahora bien, como se ha intentado demostrar en el presente ensayo no debe pensarse al comunismo de guerra como una totalidad coherente aplicada al conjunto del país, “sino como una serie de decretos determinados por urgencias principalmente políticas y por necesidades de supervivencia”.
Es cierto, la verdadera naturaleza del conglomerado políticas conocido como comunismo de guerra aún sigue generando polémicas. Algunos ven en él una respuesta obligada a la profunda crisis política y económica. Otros, en cambio, un salto deliberado hacia el marxismo.

“¿Ha sido un error?, se preguntaba Lenin al analizar la política del comunismo de guerra que condujo a la crisis de 1921. “Sin duda alguna. A este respecto hemos incurrido simplemente en muchas equivocaciones y sería un gravísimo delito no ver y no comprender que no hemos observado la medida, que no hemos sabido observarla. Pero, por otra parte, también nos hemos visto ante una necesidad imperiosa; hemos vivido hasta ahora en medio de una guerra feroz, increíblemente dura, en la que no nos quedaba otra disyuntiva que actuar con arreglo a las leyes de la guerra hasta en el terreno económico”.

Puede ser que Lenin no tuviera –una vez alejado de la abstracción teórica y enfrentado a los dilemas propios del gobierno- verdaderas intenciones de lanzarse a construir un orden económico del todo socialista. Quizá sus verdaderas intenciones pasaban por afianzar la revolución por medio de una salida inmediata de la guerra y la posterior entrega de pan y de tierras a sus conciudadanos. Es esto una posibilidad.
Sus principales medidas, sin embargo, terminaron con el poder de los kulaks y de la burguesía, ayudando a edificar el socialismo en Rusia y a propagarlo por el mundo. La revolución de octubre de 1917, en este sentido, fue considerada como un eslabón de la revolución mundial, “y efectivamente el derrocamiento de la burguesía rusa abrió un período de revolución en toda Europa: Alemania, Italia, Hungría, Francia, Gran Bretaña, incluso en el Estado español se vivieron los efectos de la revolución rusa durante el llamado trienio bolchevique. El impulso de la revolución se dejó sentir en todos los países del mundo, animó la lucha en occidente y desató los movimientos antiimperialistas en las colonias. Pero a pesar de todo, la traición de los dirigentes socialdemócratas en Alemania, Italia y otros países, unido a la inmadurez y los errores de los jóvenes partidos comunistas permitió a la burguesía rehacer sus posiciones y derrotar temporalmente al proletariado. En estas condiciones, el aislamiento de la revolución se agudizó. Sin el concurso de un Estado obrero en Alemania, la revolución rusa tenía que enfrentarse a tareas gigantescas, hacer frente a la ruina de su economía y resistir la agresión militar imperialista. Eran las condiciones más desfavorables que se podrían imaginar para la transición del capitalismo a la sociedad socialista”.

Desde esta perspectiva, considero, debe analizarse el precipitado proceso de comunistización de la sociedad rusa, evidenciado a principios del siglo XX. A la luz de su coyuntura histórica, a la luz de su verdadera naturaleza política.


Bibliografía:


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 REED, John. “Diez días que abalaram o mundo”. Traducao al portugués de Armando Jiménez. Editorial L&M Pocket. Porto Alegre. Brasil. 2005.

viernes, 6 de febrero de 2009



BENJAMIN CONSTANT Y SU DISCURSO SOBRE LAS DOS LIBERTADES

Por Enzo Ricardo Completa









Consideraciones preliminares:

Frente a los sucesos que se derivaron de la toma de la Bastilla -una vieja fortaleza utilizada para alojar detenidos a la que se consideraba símbolo de la decadente monarquía borbónica- Henri Benjamin Constant de Rebeque (1767-1830) se nos revela con una cierta ambigüedad conceptual. En este orden de ideas, como señala Pierre Manent en su exhaustiva Historia del Pensamiento Liberal, “por un lado Constant está sin reservas a favor de la revolución y contra el antiguo régimen, aprueba no sólo sus principios sino hasta algunas de sus medidas menos liberales (por ejemplo, durante el Directorio Constant aprueba el Fructidor); mientras que por otro lado, Constant es un crítico en extremo penetrante y severo del espíritu o del estilo o de las costumbres de la política revolucionaria y luego imperial”.
Esta misma imputación de ambigüedad le ha sido atribuida merced al sorprendente final de su discurso sobre “la liberté des anciens comparée á celle des modernes”. Un discurso ciertamente desconcertante, al parecer escrito en dos momentos distintos del tiempo y remendado oportunamente antes de ser pronunciado en el Ateneo Real de París, en febrero de 1819.
El presente ensayo revela las trascendentales circunstancias históricas que acompañaron la redacción y posterior pronunciamiento de su discurso. Como no podría ser de otra manera, la tornadiza sucesión de regímenes políticos inaugurados en Francia a partir de la convocatoria de los Estados Generales, jugó un papel importante –sino primordial- en la evolución de sus ideas.

Dos distintos géneros de libertad:

El proceso revolucionario que se inició en Francia a principios de 1789 estuvo fuertemente influenciado por la idea de libertad. Ahora bien, no todos los hombres a los que les tocó protagonizar la revolución coincidían respecto del efectivo alcance y contenido que debía dársele a tan significativo derecho del hombre y del ciudadano. En este sentido, ¿debía optarse por una libertad políticamente participativa en desmedro de las mezquindades del ámbito íntimo, o bien, por el contrario, por una libertad que garantice la esfera privada por sobre los excesos de un modelo político basado en la consagración del individuo a la vida pública?
Los primeros en responder este interrogante fueron los jacobinos quienes, luego de levantarse contra la monarquía del rey Luis XVI, iniciaron una intensa campaña popular destinada a refundar las instituciones, costumbres y valores morales de la sociedad francesa sobre la base de un vetusto concepto de libertad vinculado a la antigüedad. De esta forma, según Maximilien Robespierre:

“...todo aquello que sirva para excitar el amor a la patria, purificar las costumbres, elevar los espíritus, dirigir las pasiones del corazón humano hacia el interés público, debe ser adoptado o establecido por vosotros; todo lo que tiende a concentrarlas en la abyección del yo personal, a despertar el gusto por las pequeñas cosas y el desprecio de las grandes, debéis eliminarlo o reprimirlo. En el sistema de la Revolución Francesa, lo que es inmoral es impolítico, lo que es corruptor es contrarrevolucionario. La debilidad, los vicios, los prejuicios, son el camino de la monarquía”.

Heinrich Heine dijo cierta vez que Inmanuel Kant decapitó a Dios mientras que Robespierre hizo lo suyo con el rey. Pues bien, si se coincide con la autora no habrá problemas en identificar a la guillotina con la influyente teoría de la soberanía popular de Jean Jacques Rousseau. En efecto, amparados en las ideas del célebre ginebrino, el club de los jacobinos se embarcó en la difícil tarea de instaurar un régimen político que se parecía bastante al de la democracia directa de la República de Lacedemonia, fundado en la sujeción de la vida privada de los individuos a los designios de la soberanía colectiva.
El carácter extemporáneo de la propuesta, para Constant, era más que evidente. En este sentido, le resultaba verdaderamente difícil de entender que alguien –quienquiera que éste sea- pudiera considerar “provechoso” el seguir a rajatabla las huellas políticas de la antigüedad, más aún en una Francia moderna cuyo pueblo vivía tranquilo de los placeres derivados de la industria y el comercio, esto es, sin la necesidad ni el deseo de reunirse a deliberar diariamente en las plazas públicas.
Oscar Godoy Arcaya sintetiza claramente el anacronismo jacobino: “Los revolucionarios no captan la altura de los tiempos, no advierten la índole de la situación histórica que están viviendo y que creen representar. La verdad es que en las postrimerías del siglo XVIII es patente la aparición de una sociedad comercial o mercantil moderna. Esta sociedad se caracteriza por abarcar grandes comunidades humanas, en cuyo seno los individuos dedican una parte substancial de su tiempo a actividades productivas. La esclavitud ha desaparecido, la división del trabajo se ha diversificado y las grandes mayorías carecen de tiempo y disposición para ponerse al servicio de los asuntos públicos. Características opuestas a aquellas de las ciudades-estados de la antigüedad”.
Como bien señalara Constant, los jacobinos estaban profundamente convencidos de la necesidad de que todo intereses particular cediera en presencia de la voluntad colectiva. A su particular entender, toda restricción que se impusiera a los individuos sería ampliamente compensada por la participación en el poder social, cuestión que, como intentaremos establecer luego, distaba mucho de concordar con los verdaderos deseos de los franceses. Ahora bien, ¿En qué consistía, concretamente, la libertad para los antiguos? Según Constant:

“consistía en ejercer colectiva, pero directamente, muchas partes de la soberanía entera; en deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz; en concluir con los extranjeros tratados de alianza; en votar las leyes, pronunciar las sentencias, examinar las cuentas, los actos, las gestiones de los magistrados, hacerlos comparecer ante todo el pueblo, acusarlos, y condenarlos o absolverlos”.

La libertad en los tiempos modernos, en cambio, era radicalmente distinta a la concepción que de la misma tenían los antiguos, quienes solo consideraban como hombre libre a aquel “que no vivía de su trabajo manual sino dedicado a los asuntos comunes, mediante el ejercicio diario de la soberanía”. Promediando el siglo XVIII se era libre si se poseía un control total sobre la vida privada o doméstica, con prescindencia de que se participase o no en las tareas del gobierno.
Como puede apreciarse, la libertad tal como la entendían los modernos se encontraba claramente disminuida en su esfera político-participativa, no obstante esto garantizaba a los individuos el efectivo goce de una sumatoria de derechos que impedían el control tiránico de la mayoría sobre su vida, costumbres y conducta privada. Así, para Benjamín Constant la libertad de un inglés, de un francés o bien de un habitante de los Estados Unidos de América estaba vinculada, fundamentalmente:

“al derecho de no estar sometido sino a las leyes, a no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos; es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla, y de disponer de su propiedad, y aún de abusar si se quiere, de ir y venir a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de sus motivos o sus pasos; es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y caprichos; es, en fin, para todos el derecho de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticiones o por consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración”.

Dos circunstancias, a su criterio, sustentan el profundo cambio histórico que se ha dado en la forma de concebir la libertad, a saber: el crecimiento territorial de los Estados y el notable incremento de la actividad comercial.
Así, la escasa extensión de las ciudades de los primeros tiempos hacía que cada polis viviera en un constante estado de amenaza y de guerra. Como consecuencia, era intrínseco a la existencia de dichos pueblos el poseer una abundante mano de obra esclava, la cual se encargaba de realizar la mayor parte de los trabajos manuales, mecánicos e industriales necesarios para el normal funcionamiento de la comunidad política. Como bien señala Benjamin Constant, “sin la población esclava de Atenas veinte mil atenienses no hubieran podido ir a deliberar todos los días a la plaza pública”.
Con la llegada de la modernidad, las relaciones entre los Estados (mucho más grandes ahora, merced a la agrupación política de innumerables feudos) dejaron de cimentarse exclusivamente en la cotidianeidad de la guerra. El comercio, que en la antigua Grecia no existía más que como un mero accidente dichoso, comenzó a ser considerado “el estado ordinario, el objeto único, la tendencia universal y la verdadera vida de las naciones, que apetecen únicamente el descanso, con él la comodidad, y como origen de esta la industria”.
La ausencia de esclavos y la aparición del comercio, para Constant, hacían inviable todo intento de transplantar la democracia directa de los antiguos a la sociedad de los modernos. De ahí, entonces, que no escatimara esfuerzos en denostarla por extemporánea y poco pragmática. A su sensato entender, debía instaurarse un sistema político representativo, “el cual no es otra cosa que una organización con cuyo auxilio una nación se descarga sobre algunos individuos de aquello que no quiere o no puede hacer por sí misma”. Y esto debía ser así, básicamente, porque:

“...la parte que en la antigüedad tomaba cada uno en la soberanía nacional no era, como entre nosotros, una suposición abstracta: la voluntad de cada uno tenía una influencia real; y el ejercicio de esta misma voluntad era un placer vivo y repetido... Pero este resarcimiento no existe hoy para nosotros; perdido en la multitud, el individuo casi no advierte la influencia que ejerce; jamás se conoce el influjo que tiene su voluntad sobre el todo”.

Ahora bien, aunque los ciudadanos de la pólis ateniense hayan tenido muchas más probabilidades que sus semejantes de París de resolver una elección sobre la base de su propio sufragio, o bien, aunque estos erróneamente se considerasen hombres libres debido al hecho de que podían disponer de su cuerpo y alma para asistir a las asambleas y ejercer -llegado el caso- las magistraturas, no es mucha la diferencia que los separaba de sus esclavos. En definitiva, y salvando las diferencias lógicas que al respecto puedan hacerse, “lo que el esclavo era en las manos de su amo lo era el ciudadano en manos de la comunidad” , el primero se encontraba privado de su vida pública, mientras que el segundo subsistía tiranizado en su vida privada.
Sobran los ejemplos para ilustrar esta situación. Así, según relata el mismísimo Constant en su discurso, en la ciudad de Esparta el virtuoso Terpandro no pudo añadir una mísera cuerda a su lira sin que alguno de los magistrados se diese por ofendido. En Roma, por su parte, los censores públicos escudriñaban hasta el interior de las familias, mientras que en la República de Lacedemonia un joven recién casado no podía visitar libremente a su nueva esposa sin contar con el permiso de las autoridades correspondientes.
Al buen decir del Dr. Enrique Aguilar, “...nada había en el hombre antiguo que fuese independiente. Su cuerpo pertenecía al Estado y estaba consagrado a su defensa; su fortuna, a disposición de una eventual requisa. Ciudades había que prohibían el celibato y leyes que reglaban hasta la vestimenta”. Era esa, y no otra, la situación de sometimiento en la que se encontraba el individuo en las sociedades de la antigüedad, preso de una voluntad general que, entre otras tantas aberraciones, lo obligaba a profesar el credo de su ciudad bajo la pena de ser ajusticiado por los magistrados, desterrado en virtud del ostracismo o asesinado mediante la ingesta de la amarga cicuta, tal como le sucediera a Sócrates.

Como puede apreciarse, en este punto del discurso se advierte a un Constant un tanto preocupado por el rumbo político de la Francia post-revolucionaria. En las antípodas de la libertad políticamente participativa de los antiguos y a favor de una libertad que garantice la esfera privada por sobre los excesos de la consagración del individuo a la vida pública, encontraba profundamente irritante que a más de veintitrés centurias y setenta y cinco generaciones de distancia del Siglo de Oro de Pericles aún se propusiera resucitar instituciones tales como el ostracismo griego y la censura romana. De ahí, entonces, que se opusiera a aquellos que por medio de sus inoportunas proclamas sólo iban a conseguir que el ya oprimido pueblo francés se subyugase aún más (esta vez en lo que compete a su vida privada) por medio de la adopción de una libertad político-participativa imposible de ser practicada tal como se lo hacía en la antigüedad.
A su sensato entender, el contexto político-social en el que se desenvolvía la búsqueda del bienestar y de la felicidad en la antigüedad griega era radicalmente distinto del contexto en que se daba esta misma situación en los tiempos de la revolución. Como consecuencia, resultaba altamente inconveniente –por no decir violento- el imponer a un Estado social y moral dado instituciones o acciones políticas modeladas según un Estado social y moral radicalmente diferente.
De acuerdo a las propias palabras de Constant, la independencia individual era el primer y único deseo de sus contemporáneos franceses. No obstante esto, termina su discurso reconociendo a la libertad política de los antiguos (la liberté des anciens) su condición de “garantía indispensable” para la protección y mejora de las modernas libertades civiles (liberté des modernes).
Lejos, pues, de proclamar la superioridad del principio de los modernos por sobre el de los antiguos, o bien de renunciar a alguna de las dos especies de libertad por él descriptas, Benjamin Constant concluye su disertación formulando una novedosa propuesta: combinar ambos tipos de libertad. Sorprendente final para su discurso, a decir verdad, puesto que cuando todo en su arenga había hecho pensar que su intención era la de defenestrar la extemporánea propuesta de los jacobinos, termina, por lo pronto, concediéndoles mucho...

Una salida inesperada:

Al comienzo de este ensayo se hizo referencia a una cuestión valorativa sobre la cual suelen coincidir quienes han leído el discurso de Benjamín Constant sobre los dos géneros de libertad. Me refiero a la clara sensación de desconcierto que nos deja su cambiante final. Pues bien, escuchémoslo concluir:

“...Pero en el hecho de diferenciarse la libertad antigua de la moderna se halla ésta también amenazada de un peligro de diferente especie. El de la antigua consistía en que los hombres, atentos solamente a asegurar la división del poder social, hiciesen muy buen uso de los derechos y goces individuales; pero el peligro de la libertad moderna puede consistir en que, absorbiéndonos demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar nuestros intereses particulares, renunciemos con mucha facilidad al derecho de tomar parte en el gobierno político”.

Como puede apreciarse, Benjamin Constant finaliza su discurso haciendo referencia al principal peligro que, a su entender, podía derivarse de la adopción de las modernas libertades, esto es, la falta de compromiso político de la ciudadanía provocada por una atención desmedida de los ciudadanos a sus intereses particulares.
Resulta ciertamente extraño escuchar a un liberal como Constant advertir respecto de los peligros que acechan la adopción de libertades civiles, más aún si se tiene en cuenta su aguerrida arremetida en contra de la libertad política de los antiguos, aclamada por los jacobinos al comienzo de la revolución. Pues bien, existe la opinión generalizada de que aquella parte final del discurso fue una coletilla oportunista añadida a su cuerpo principal, producto de una operación de montaje de consideraciones circunstanciales con piezas procedentes de anteriores manuscritos. En este sentido, la versión original del discurso de Constant debería ser buscada en el incisivo folleto de Madame de Stael sobre las Circonstances actuelles qui peuvent terminer la Revolution (1798), escrito durante la época del Directorio y del que se presume Constant fue su coautor.
Ahora bien, ¿Qué habrá llevado a Constant a agregar tres páginas a su discurso original veinte años después de haberlo escrito, en caso de que efectivamente lo haya hecho?
La respuesta a este interrogante puede deducirse del análisis de los hechos que marcaron su vida. Así, cabe recordar brevemente que después del golpe de Estado del 18 de Brumario, Emmanuel Sièyes obtuvo la creación del Tribunado cuya función principal fue la de proponer la agenda de los asuntos que debía discutir y votar el Corps Législatif. Como sabemos, Constant fue elegido para ocupar una de sus bancas, desde la cual intentó poner trabas a los proyectos dictatoriales del Primer Cónsul Napoleón Bonaparte, quien deseaba destruir el sistema representativo en aras de establecer un Imperio. Esta situación, por supuesto, le valió a Constant su exilio, el cual se extendió hasta el año 1814, cuando la restauración monárquica le permitió regresar.
Llegado el año 1815, durante los famosos cien días de Napoleón Bonaparte, Constant accedió a redactar un proyecto de constitución liberal para el Imperio. Este hecho aconteció a instancias del mismísimo Napoleón quien, conteniendo sus deseos de ponerlo en prisión, quiso darle a su Imperio un giro constitucional de carácter representativo, quizás como último recurso para conservar el poder. Las colinas de Waterloo -y el ejército inglés comandado por Wellington, por cierto- señalaron el final del Imperio y la restauración definitiva de los borbones, la misma dinastía monárquica que veinticinco años antes había sido depuesta por los revolucionarios.
El virtual agregado de tres páginas a la parte final del discurso, entonces, se explica (y en parte, también, se justifica) si se tiene en cuenta esta tornadiza sucesión de eventos históricos derivados de la toma de la Bastilla.
Para Benjamin Constant la Revolución de 1789 había personificado la magnífica victoria del sistema electivo contra el sistema hereditario. De esta forma, cuando en el año 1804 el Papa Pío VII coronó a Napoleón Bonaparte como Emperador hereditario del pueblo francés, para Constant la revolución había involucionado hasta el punto de llegar a morderse la punta de su propia cola.
El fracaso de Robespierre, Barrás y del resto de los integrantes del Comité de Salvación Pública y del Directorio había posibilitado la ocurrencia de esta verdadera paradoja política. Lejos de instaurarse en Francia un sistema electivo fundado en la libertad y la igualdad, con posterioridad al golpe de Estado del 18 Brumario había comenzado a florecer una ignota nobleza amparada en el surgimiento de un poder eminentemente autoritario: el Imperio.
Sólo inmersos en este cambiante contexto histórico podemos llegar a entender las verdaderas razones del sorprendente cambio discursivo que se produjo en Constant. Después de todo, la Francia de la Restauración monárquica distaba mucho de parecerse, en el ejercicio de las libertades civiles y políticas, a la Francia que conociera Constant en la época del Directorio o del Imperio bonapartista. “Si entonces había que defender la privacidad y la paz frente a los desbordes nacidos de la imitación de las antiguas repúblicas, urgía ahora afrontar a quienes pretendían volver las cosas a quicio, esto es, anclarse en el Antiguo régimen y borrar el proceso revolucionario. De ahí que no bastara con reclamar las libertades de expresión, conciencia, asociación o comercio. En pleno reinado de Luis XVIII, y para contener el avance de los ultras, se trataba de evitar además que el individuo, refugiado en la fortaleza de sus derechos, abdicara por indiferencia sus deberes ciudadanos”.
En resumidas cuentas, a dos décadas de haber comenzado a redactar el borrador del que luego sería su más famoso discurso político, una preocupación se había apoderado de la mente de Benjamin Constant, tornando su pensamiento político hacia la moderación. Temía profundamente que, enfrascados en el disfrute de su vida privada y en la búsqueda de la felicidad individual, los franceses renunciaran de manera definitiva a la posibilidad de tomar parte en el gobierno político. Temía, sobre la base de la experiencia revolucionaria y bonapartista, que la despolitización se convirtiera en un caldo de cultivo favorable a la tiranía.
Desde este enfoque, considero, es que debe analizarse el discurso de Benjamin Constant sobre los dos géneros de libertad.


Bibliografía:


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