viernes, 6 de febrero de 2009



BENJAMIN CONSTANT Y SU DISCURSO SOBRE LAS DOS LIBERTADES

Por Enzo Ricardo Completa









Consideraciones preliminares:

Frente a los sucesos que se derivaron de la toma de la Bastilla -una vieja fortaleza utilizada para alojar detenidos a la que se consideraba símbolo de la decadente monarquía borbónica- Henri Benjamin Constant de Rebeque (1767-1830) se nos revela con una cierta ambigüedad conceptual. En este orden de ideas, como señala Pierre Manent en su exhaustiva Historia del Pensamiento Liberal, “por un lado Constant está sin reservas a favor de la revolución y contra el antiguo régimen, aprueba no sólo sus principios sino hasta algunas de sus medidas menos liberales (por ejemplo, durante el Directorio Constant aprueba el Fructidor); mientras que por otro lado, Constant es un crítico en extremo penetrante y severo del espíritu o del estilo o de las costumbres de la política revolucionaria y luego imperial”.
Esta misma imputación de ambigüedad le ha sido atribuida merced al sorprendente final de su discurso sobre “la liberté des anciens comparée á celle des modernes”. Un discurso ciertamente desconcertante, al parecer escrito en dos momentos distintos del tiempo y remendado oportunamente antes de ser pronunciado en el Ateneo Real de París, en febrero de 1819.
El presente ensayo revela las trascendentales circunstancias históricas que acompañaron la redacción y posterior pronunciamiento de su discurso. Como no podría ser de otra manera, la tornadiza sucesión de regímenes políticos inaugurados en Francia a partir de la convocatoria de los Estados Generales, jugó un papel importante –sino primordial- en la evolución de sus ideas.

Dos distintos géneros de libertad:

El proceso revolucionario que se inició en Francia a principios de 1789 estuvo fuertemente influenciado por la idea de libertad. Ahora bien, no todos los hombres a los que les tocó protagonizar la revolución coincidían respecto del efectivo alcance y contenido que debía dársele a tan significativo derecho del hombre y del ciudadano. En este sentido, ¿debía optarse por una libertad políticamente participativa en desmedro de las mezquindades del ámbito íntimo, o bien, por el contrario, por una libertad que garantice la esfera privada por sobre los excesos de un modelo político basado en la consagración del individuo a la vida pública?
Los primeros en responder este interrogante fueron los jacobinos quienes, luego de levantarse contra la monarquía del rey Luis XVI, iniciaron una intensa campaña popular destinada a refundar las instituciones, costumbres y valores morales de la sociedad francesa sobre la base de un vetusto concepto de libertad vinculado a la antigüedad. De esta forma, según Maximilien Robespierre:

“...todo aquello que sirva para excitar el amor a la patria, purificar las costumbres, elevar los espíritus, dirigir las pasiones del corazón humano hacia el interés público, debe ser adoptado o establecido por vosotros; todo lo que tiende a concentrarlas en la abyección del yo personal, a despertar el gusto por las pequeñas cosas y el desprecio de las grandes, debéis eliminarlo o reprimirlo. En el sistema de la Revolución Francesa, lo que es inmoral es impolítico, lo que es corruptor es contrarrevolucionario. La debilidad, los vicios, los prejuicios, son el camino de la monarquía”.

Heinrich Heine dijo cierta vez que Inmanuel Kant decapitó a Dios mientras que Robespierre hizo lo suyo con el rey. Pues bien, si se coincide con la autora no habrá problemas en identificar a la guillotina con la influyente teoría de la soberanía popular de Jean Jacques Rousseau. En efecto, amparados en las ideas del célebre ginebrino, el club de los jacobinos se embarcó en la difícil tarea de instaurar un régimen político que se parecía bastante al de la democracia directa de la República de Lacedemonia, fundado en la sujeción de la vida privada de los individuos a los designios de la soberanía colectiva.
El carácter extemporáneo de la propuesta, para Constant, era más que evidente. En este sentido, le resultaba verdaderamente difícil de entender que alguien –quienquiera que éste sea- pudiera considerar “provechoso” el seguir a rajatabla las huellas políticas de la antigüedad, más aún en una Francia moderna cuyo pueblo vivía tranquilo de los placeres derivados de la industria y el comercio, esto es, sin la necesidad ni el deseo de reunirse a deliberar diariamente en las plazas públicas.
Oscar Godoy Arcaya sintetiza claramente el anacronismo jacobino: “Los revolucionarios no captan la altura de los tiempos, no advierten la índole de la situación histórica que están viviendo y que creen representar. La verdad es que en las postrimerías del siglo XVIII es patente la aparición de una sociedad comercial o mercantil moderna. Esta sociedad se caracteriza por abarcar grandes comunidades humanas, en cuyo seno los individuos dedican una parte substancial de su tiempo a actividades productivas. La esclavitud ha desaparecido, la división del trabajo se ha diversificado y las grandes mayorías carecen de tiempo y disposición para ponerse al servicio de los asuntos públicos. Características opuestas a aquellas de las ciudades-estados de la antigüedad”.
Como bien señalara Constant, los jacobinos estaban profundamente convencidos de la necesidad de que todo intereses particular cediera en presencia de la voluntad colectiva. A su particular entender, toda restricción que se impusiera a los individuos sería ampliamente compensada por la participación en el poder social, cuestión que, como intentaremos establecer luego, distaba mucho de concordar con los verdaderos deseos de los franceses. Ahora bien, ¿En qué consistía, concretamente, la libertad para los antiguos? Según Constant:

“consistía en ejercer colectiva, pero directamente, muchas partes de la soberanía entera; en deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz; en concluir con los extranjeros tratados de alianza; en votar las leyes, pronunciar las sentencias, examinar las cuentas, los actos, las gestiones de los magistrados, hacerlos comparecer ante todo el pueblo, acusarlos, y condenarlos o absolverlos”.

La libertad en los tiempos modernos, en cambio, era radicalmente distinta a la concepción que de la misma tenían los antiguos, quienes solo consideraban como hombre libre a aquel “que no vivía de su trabajo manual sino dedicado a los asuntos comunes, mediante el ejercicio diario de la soberanía”. Promediando el siglo XVIII se era libre si se poseía un control total sobre la vida privada o doméstica, con prescindencia de que se participase o no en las tareas del gobierno.
Como puede apreciarse, la libertad tal como la entendían los modernos se encontraba claramente disminuida en su esfera político-participativa, no obstante esto garantizaba a los individuos el efectivo goce de una sumatoria de derechos que impedían el control tiránico de la mayoría sobre su vida, costumbres y conducta privada. Así, para Benjamín Constant la libertad de un inglés, de un francés o bien de un habitante de los Estados Unidos de América estaba vinculada, fundamentalmente:

“al derecho de no estar sometido sino a las leyes, a no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos; es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla, y de disponer de su propiedad, y aún de abusar si se quiere, de ir y venir a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de sus motivos o sus pasos; es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y caprichos; es, en fin, para todos el derecho de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticiones o por consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración”.

Dos circunstancias, a su criterio, sustentan el profundo cambio histórico que se ha dado en la forma de concebir la libertad, a saber: el crecimiento territorial de los Estados y el notable incremento de la actividad comercial.
Así, la escasa extensión de las ciudades de los primeros tiempos hacía que cada polis viviera en un constante estado de amenaza y de guerra. Como consecuencia, era intrínseco a la existencia de dichos pueblos el poseer una abundante mano de obra esclava, la cual se encargaba de realizar la mayor parte de los trabajos manuales, mecánicos e industriales necesarios para el normal funcionamiento de la comunidad política. Como bien señala Benjamin Constant, “sin la población esclava de Atenas veinte mil atenienses no hubieran podido ir a deliberar todos los días a la plaza pública”.
Con la llegada de la modernidad, las relaciones entre los Estados (mucho más grandes ahora, merced a la agrupación política de innumerables feudos) dejaron de cimentarse exclusivamente en la cotidianeidad de la guerra. El comercio, que en la antigua Grecia no existía más que como un mero accidente dichoso, comenzó a ser considerado “el estado ordinario, el objeto único, la tendencia universal y la verdadera vida de las naciones, que apetecen únicamente el descanso, con él la comodidad, y como origen de esta la industria”.
La ausencia de esclavos y la aparición del comercio, para Constant, hacían inviable todo intento de transplantar la democracia directa de los antiguos a la sociedad de los modernos. De ahí, entonces, que no escatimara esfuerzos en denostarla por extemporánea y poco pragmática. A su sensato entender, debía instaurarse un sistema político representativo, “el cual no es otra cosa que una organización con cuyo auxilio una nación se descarga sobre algunos individuos de aquello que no quiere o no puede hacer por sí misma”. Y esto debía ser así, básicamente, porque:

“...la parte que en la antigüedad tomaba cada uno en la soberanía nacional no era, como entre nosotros, una suposición abstracta: la voluntad de cada uno tenía una influencia real; y el ejercicio de esta misma voluntad era un placer vivo y repetido... Pero este resarcimiento no existe hoy para nosotros; perdido en la multitud, el individuo casi no advierte la influencia que ejerce; jamás se conoce el influjo que tiene su voluntad sobre el todo”.

Ahora bien, aunque los ciudadanos de la pólis ateniense hayan tenido muchas más probabilidades que sus semejantes de París de resolver una elección sobre la base de su propio sufragio, o bien, aunque estos erróneamente se considerasen hombres libres debido al hecho de que podían disponer de su cuerpo y alma para asistir a las asambleas y ejercer -llegado el caso- las magistraturas, no es mucha la diferencia que los separaba de sus esclavos. En definitiva, y salvando las diferencias lógicas que al respecto puedan hacerse, “lo que el esclavo era en las manos de su amo lo era el ciudadano en manos de la comunidad” , el primero se encontraba privado de su vida pública, mientras que el segundo subsistía tiranizado en su vida privada.
Sobran los ejemplos para ilustrar esta situación. Así, según relata el mismísimo Constant en su discurso, en la ciudad de Esparta el virtuoso Terpandro no pudo añadir una mísera cuerda a su lira sin que alguno de los magistrados se diese por ofendido. En Roma, por su parte, los censores públicos escudriñaban hasta el interior de las familias, mientras que en la República de Lacedemonia un joven recién casado no podía visitar libremente a su nueva esposa sin contar con el permiso de las autoridades correspondientes.
Al buen decir del Dr. Enrique Aguilar, “...nada había en el hombre antiguo que fuese independiente. Su cuerpo pertenecía al Estado y estaba consagrado a su defensa; su fortuna, a disposición de una eventual requisa. Ciudades había que prohibían el celibato y leyes que reglaban hasta la vestimenta”. Era esa, y no otra, la situación de sometimiento en la que se encontraba el individuo en las sociedades de la antigüedad, preso de una voluntad general que, entre otras tantas aberraciones, lo obligaba a profesar el credo de su ciudad bajo la pena de ser ajusticiado por los magistrados, desterrado en virtud del ostracismo o asesinado mediante la ingesta de la amarga cicuta, tal como le sucediera a Sócrates.

Como puede apreciarse, en este punto del discurso se advierte a un Constant un tanto preocupado por el rumbo político de la Francia post-revolucionaria. En las antípodas de la libertad políticamente participativa de los antiguos y a favor de una libertad que garantice la esfera privada por sobre los excesos de la consagración del individuo a la vida pública, encontraba profundamente irritante que a más de veintitrés centurias y setenta y cinco generaciones de distancia del Siglo de Oro de Pericles aún se propusiera resucitar instituciones tales como el ostracismo griego y la censura romana. De ahí, entonces, que se opusiera a aquellos que por medio de sus inoportunas proclamas sólo iban a conseguir que el ya oprimido pueblo francés se subyugase aún más (esta vez en lo que compete a su vida privada) por medio de la adopción de una libertad político-participativa imposible de ser practicada tal como se lo hacía en la antigüedad.
A su sensato entender, el contexto político-social en el que se desenvolvía la búsqueda del bienestar y de la felicidad en la antigüedad griega era radicalmente distinto del contexto en que se daba esta misma situación en los tiempos de la revolución. Como consecuencia, resultaba altamente inconveniente –por no decir violento- el imponer a un Estado social y moral dado instituciones o acciones políticas modeladas según un Estado social y moral radicalmente diferente.
De acuerdo a las propias palabras de Constant, la independencia individual era el primer y único deseo de sus contemporáneos franceses. No obstante esto, termina su discurso reconociendo a la libertad política de los antiguos (la liberté des anciens) su condición de “garantía indispensable” para la protección y mejora de las modernas libertades civiles (liberté des modernes).
Lejos, pues, de proclamar la superioridad del principio de los modernos por sobre el de los antiguos, o bien de renunciar a alguna de las dos especies de libertad por él descriptas, Benjamin Constant concluye su disertación formulando una novedosa propuesta: combinar ambos tipos de libertad. Sorprendente final para su discurso, a decir verdad, puesto que cuando todo en su arenga había hecho pensar que su intención era la de defenestrar la extemporánea propuesta de los jacobinos, termina, por lo pronto, concediéndoles mucho...

Una salida inesperada:

Al comienzo de este ensayo se hizo referencia a una cuestión valorativa sobre la cual suelen coincidir quienes han leído el discurso de Benjamín Constant sobre los dos géneros de libertad. Me refiero a la clara sensación de desconcierto que nos deja su cambiante final. Pues bien, escuchémoslo concluir:

“...Pero en el hecho de diferenciarse la libertad antigua de la moderna se halla ésta también amenazada de un peligro de diferente especie. El de la antigua consistía en que los hombres, atentos solamente a asegurar la división del poder social, hiciesen muy buen uso de los derechos y goces individuales; pero el peligro de la libertad moderna puede consistir en que, absorbiéndonos demasiado en el goce de nuestra independencia privada y en procurar nuestros intereses particulares, renunciemos con mucha facilidad al derecho de tomar parte en el gobierno político”.

Como puede apreciarse, Benjamin Constant finaliza su discurso haciendo referencia al principal peligro que, a su entender, podía derivarse de la adopción de las modernas libertades, esto es, la falta de compromiso político de la ciudadanía provocada por una atención desmedida de los ciudadanos a sus intereses particulares.
Resulta ciertamente extraño escuchar a un liberal como Constant advertir respecto de los peligros que acechan la adopción de libertades civiles, más aún si se tiene en cuenta su aguerrida arremetida en contra de la libertad política de los antiguos, aclamada por los jacobinos al comienzo de la revolución. Pues bien, existe la opinión generalizada de que aquella parte final del discurso fue una coletilla oportunista añadida a su cuerpo principal, producto de una operación de montaje de consideraciones circunstanciales con piezas procedentes de anteriores manuscritos. En este sentido, la versión original del discurso de Constant debería ser buscada en el incisivo folleto de Madame de Stael sobre las Circonstances actuelles qui peuvent terminer la Revolution (1798), escrito durante la época del Directorio y del que se presume Constant fue su coautor.
Ahora bien, ¿Qué habrá llevado a Constant a agregar tres páginas a su discurso original veinte años después de haberlo escrito, en caso de que efectivamente lo haya hecho?
La respuesta a este interrogante puede deducirse del análisis de los hechos que marcaron su vida. Así, cabe recordar brevemente que después del golpe de Estado del 18 de Brumario, Emmanuel Sièyes obtuvo la creación del Tribunado cuya función principal fue la de proponer la agenda de los asuntos que debía discutir y votar el Corps Législatif. Como sabemos, Constant fue elegido para ocupar una de sus bancas, desde la cual intentó poner trabas a los proyectos dictatoriales del Primer Cónsul Napoleón Bonaparte, quien deseaba destruir el sistema representativo en aras de establecer un Imperio. Esta situación, por supuesto, le valió a Constant su exilio, el cual se extendió hasta el año 1814, cuando la restauración monárquica le permitió regresar.
Llegado el año 1815, durante los famosos cien días de Napoleón Bonaparte, Constant accedió a redactar un proyecto de constitución liberal para el Imperio. Este hecho aconteció a instancias del mismísimo Napoleón quien, conteniendo sus deseos de ponerlo en prisión, quiso darle a su Imperio un giro constitucional de carácter representativo, quizás como último recurso para conservar el poder. Las colinas de Waterloo -y el ejército inglés comandado por Wellington, por cierto- señalaron el final del Imperio y la restauración definitiva de los borbones, la misma dinastía monárquica que veinticinco años antes había sido depuesta por los revolucionarios.
El virtual agregado de tres páginas a la parte final del discurso, entonces, se explica (y en parte, también, se justifica) si se tiene en cuenta esta tornadiza sucesión de eventos históricos derivados de la toma de la Bastilla.
Para Benjamin Constant la Revolución de 1789 había personificado la magnífica victoria del sistema electivo contra el sistema hereditario. De esta forma, cuando en el año 1804 el Papa Pío VII coronó a Napoleón Bonaparte como Emperador hereditario del pueblo francés, para Constant la revolución había involucionado hasta el punto de llegar a morderse la punta de su propia cola.
El fracaso de Robespierre, Barrás y del resto de los integrantes del Comité de Salvación Pública y del Directorio había posibilitado la ocurrencia de esta verdadera paradoja política. Lejos de instaurarse en Francia un sistema electivo fundado en la libertad y la igualdad, con posterioridad al golpe de Estado del 18 Brumario había comenzado a florecer una ignota nobleza amparada en el surgimiento de un poder eminentemente autoritario: el Imperio.
Sólo inmersos en este cambiante contexto histórico podemos llegar a entender las verdaderas razones del sorprendente cambio discursivo que se produjo en Constant. Después de todo, la Francia de la Restauración monárquica distaba mucho de parecerse, en el ejercicio de las libertades civiles y políticas, a la Francia que conociera Constant en la época del Directorio o del Imperio bonapartista. “Si entonces había que defender la privacidad y la paz frente a los desbordes nacidos de la imitación de las antiguas repúblicas, urgía ahora afrontar a quienes pretendían volver las cosas a quicio, esto es, anclarse en el Antiguo régimen y borrar el proceso revolucionario. De ahí que no bastara con reclamar las libertades de expresión, conciencia, asociación o comercio. En pleno reinado de Luis XVIII, y para contener el avance de los ultras, se trataba de evitar además que el individuo, refugiado en la fortaleza de sus derechos, abdicara por indiferencia sus deberes ciudadanos”.
En resumidas cuentas, a dos décadas de haber comenzado a redactar el borrador del que luego sería su más famoso discurso político, una preocupación se había apoderado de la mente de Benjamin Constant, tornando su pensamiento político hacia la moderación. Temía profundamente que, enfrascados en el disfrute de su vida privada y en la búsqueda de la felicidad individual, los franceses renunciaran de manera definitiva a la posibilidad de tomar parte en el gobierno político. Temía, sobre la base de la experiencia revolucionaria y bonapartista, que la despolitización se convirtiera en un caldo de cultivo favorable a la tiranía.
Desde este enfoque, considero, es que debe analizarse el discurso de Benjamin Constant sobre los dos géneros de libertad.


Bibliografía:


Bibliografía específica:

AGUILAR, Enrique. “Benjamin Constant y el debate sobre las dos libertades”. Libertas No 28. Buenos Aires. 1998.

BÉJAR, Helena. “El corazón de la república. Avatares de la virtud política”. Editorial Paidos. Barcelona. 2000.

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DAIBERG-ACTON, John. “The history of Freedom in Antiquity” (1.877) en Essays in the History of liberty, Selected writings of Lord Acton. Editado por J. Rufus Fears. Liberty Classics. Indianapolis. 1986.

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Bibliografía complementaria:

BOBBIO, Norberto. “Liberalismo y Democracia”. Fondo de Cultura Económica. Mexico. 1992

HOLMES, Stephen. “Benjamin Constant and the Making of Modern Liberalism”. Yale University Press. New York. 1984.

RODRIGUEZ VARELA, Alberto. “Historia de las Ideas Políticas”. A-Z editora. Buenos Aires. Octubre de 1995.