viernes, 17 de julio de 2009

LA “CUESTIÓN DEL PLATA” Y LOS PROYECTOS UNITARIOS DE ENAJENACIÓN TERRITORIAL




Lic. Enzo Ricardo Completa


El proceso de desgajamiento territorial:

Durante los años que van desde 1810 hasta la batalla de Ayacucho, en 1824, en donde las fuerzas independentistas sudamericanas derrotaron por última vez a las tropas españolas, estallaron revueltas en los Virreinatos del Río de la Plata, Nueva Granada y México, y en las Capitanías Generales de Venezuela, Guatemala y Chile.

Entre las causas que explican esta seguidilla de levantamientos populares se encuentra la notable influencia de las ideas surgidas con la Revolución Francesa; la crítica situación por la que atravesaba la monarquía borbónica española jaqueada por la invasión del ejército de Bonaparte y, fundamentalmente, el principio jurídico, reconocido por la propia jurisprudencia peninsular, según el cual prisionero, muerto o ausente el monarca, la soberanía recaía nuevamente en los pueblos, los cuales poseían desde entonces el derecho de darse su propio gobierno y administración.

Dos grandes hombres dirigieron las fuerzas libertadoras en Sudamérica, Simón Bolívar y José de San Martín, quienes luego de redimir pueblos por separado se reunieron en Guayaquil para coordinar la emancipación definitiva de España. Con este patriótico accionar, ambos militares procuraban contener los ambiciosos planes europeos para colonizar y subdividir a las incipientes naciones americanas.

Dicho propósito, por desgracia, se cumplió de manera fulminante. En este sentido, transcurrido el primer cuarto del siglo XIX, Sudamérica se encontraba dividida en cuatro vastas regiones: Colombia, Perú, el Río de la Plata y Chile. Posteriormente, estas regiones continuaron fragmentándose hasta llegar al punto de desgranarse en un puñado de no más de quince nuevas y frágiles repúblicas.

Respecto del acelerado proceso de desgajamiento territorial producido en el Virreinato del Río de la Plata, debe recordarse que fue el Paraguay quien se escindió primero como consecuencia de la política expansionista del Reino Unido de Portugal, “que no sólo mantuvo su enorme territorio sino que lo amplió, principalmente por el hecho de que por muchos años la Corona portuguesa residió en su colonia americana, la que, de esta manera, funcionó como metrópoli imperial... También se perdería el Alto Perú, hoy Bolivia, pues al negarse los unitarios (Bernardino Rivadavia, fundamentalmente) a prestar ayuda a la campaña de San Martín en el Perú, este debió ceder el protagonismo a Bolívar y fue su subalterno, el mariscal Sucre, quien ocupó tales tierras forzando su independencia (O`Donnell, 2001: 105)

En cuanto a la Banda Oriental, se perdió a raíz de la invasión de las tropas portuguesas en Montevideo, las cuales la incorporaron a su imperio como su “Provincia Cisplatina”. Como consecuencia de esta arbitraria anexión, varios orientales se trasladaron hasta Buenos Aires decididos a reunir las fuerzas y pertrechos suficientes para reconquistar la ansiada libertad, lo cual se logró luego de que los llamados “treinta y tres orientales” vencieran en su patria a las fuerzas imperiales europeas. Luego de esto, la Banda Oriental fue temporalmente reincorporada al territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata. La guerra con Brasil, finalmente, determinó el reconocimiento definitivo de su independencia no pudiendo evitarse que el Río de la Plata se transforme en un conducto de navegación libre para las potencias extranjeras, por no ser el mismo interior.

Este asunto, denominado por aquel entonces como “la Cuestión del Plata”, supo despertar un enconado antagonismo político respecto de lo que realmente convenía a los intereses nacionales. Así, para muchos, la política exterior de Juan Manuel de Rosas se caracterizó por la defensa soberana de nuestros territorios constantemente amenazados por un contagioso internacionalismo europeizante impulsado desde el interior mismo de nuestras fronteras. Desde la vereda de enfrente, en cambio, se aducía (y aún hoy gran parte de la historiografía liberal argentina lo hace) que el marcado patriotismo de Rosas fue engendrado con fines netamente propagandísticos, con el sólo objeto de interpelar en la gente emociones movilizadas en exceso desde las invasiones inglesas de principios de siglo XIX.

Así, para Jorge Myers (1999: 315) “...el americanismo comenzaría a ser agitado como elemento central del ideario rosista a partir del comienzo del bloqueo francés. ...De este modo, Rosas se arrogaba la representación de los intereses y aspiraciones americanos frente a la agresión incomprensiva del continente europeo, mientras que a través de la misma operación propagandística lograba convertir el a veces ingenuo (o aún exacerbado) filo-europeismo de la oposición en una postura nítidamente antiamericana.”

El presente ensayo, pretende erigirse como un intento por fortalecer la primera de estas posturas. El mismo, sin embargo, no fue escrito con el fin de reivindicar la vida y obra de Rosas sino, más bien, para demostrar como los delicados problemas desatados con Francia e Inglaterra en la primera mitad del siglo XIX se profundizaron, en gran parte, debido a las tenaces campañas militares (y también mediáticas) de los unitarios exiliados en Chile y en la Banda Oriental quienes, inmersos en su militante y febril antirrosismo, procuraron obtener la salvaguarda política y económica de los invasores a los efectos de derrocar al popular caudillo federal.

Se destacan, en esta fabulosa campaña difamatoria inteligentemente pergeñada desde el extranjero, los aportes de encumbradas personalidades de la época, entre ellos varios próceres de la guerra de la independencia tales como Juan Gregorio de Las Heras, Bernardino Rivadavia, Valentín Alsina, Domingo de Oro, Álvarez Thomas, Florencio Varela, Gregorio Gómez, Lavalle, José María Paz, Lamadrid, Joaquín Godoy, Salvador María del Carril, José Luis Calle y, principalmente, Domingo Faustino Sarmiento.

Fue este último quien, desde su exilio en Chile, preparó una feroz y prolongada campaña periodística en contra de la figura de Juan Manuel de Rosas, aún a sabiendas de las nefastas consecuencias que su infame accionar podía acarrearle a la Confederación y sus territorios.

Censurados en su momento por el omnipotente régimen de Rosas, aunque publicados por los diarios “La Crónica”, “El Progreso” y “El Mercurio” bajo la rúbrica de un joven y aguerrido Sarmiento, la mayoría de estos artículos fueron escritos exclusivamente con el objeto de condenar el “despótico gobierno de un Rosas que persigue a la civilización a cara descubierta”. (Sarmiento; Diario El Mercurio, 13/10/1842)

Por razones de espacio, hemos dejado fuera del análisis aquellos escritos en los cuales Domingo Sarmiento se encargara de marcar “las notorias contraposiciones existentes entre la refinada sociedad chilena y la inculta e ignorante plebe argentina”. Tampoco nos detendremos en el estudio de los muchísimos artículos redactados por su persona sólo para refutar los dichos de quienes lo denigraban, los cuales no eran pocos. Espero sepan ustedes entender las razones de este necesario recorte.

La cuestión del Plata, entonces, examinada a partir de una serie de desconocidos artículos periodísticos intencionalmente “olvidados” por nuestra historia oficial en razón de su contenido y fundamentalmente de su prosista, constituirá el eje central sobre el cual recaerá la controversia que da origen al presente ensayo. Sirvan de disparador para el debate aquellas polémicas palabras de Domingo Faustino Sarmiento, vertidas desde su Chile adoptivo, en relación con esta importante cuestión:

“...Se ha creído que Rosas es un celoso defensor de nuestro continente que en merced de esta calidad, podía dejársele que derramase cuanta sangre argentina quisiese, sin ver que Rosas tiene tanto de americano como de federal y sin comprender que la intervención francesa nunca amenazó el territorio ni los derechos de América, sino la persona del tirano y su bárbara administración” (Diario El Mercurio, 07/10/1842)

La cuestión de Plata:

En la época de Rosas, la Provincia de Buenos Aires y el Litoral Argentino sobre el Plata fueron bloqueados dos veces por embarcaciones extranjeras. El primer asedio estuvo a cargo de la escuadra francesa y se prolongó desde marzo de 1838 hasta octubre de 1840. El bloqueo comenzó como consecuencia de los alarmantes conflictos bélicos que afrontaba el régimen, los cuales impulsaron a Rosas a aplicar una antigua ley por la que se obligaba a los extranjeros a incorporarse a las milicias armadas. Esta discutida legislación, sumada al hecho de que los ciudadanos ingleses residentes en Buenos Aires estaban excluidos de la misma por haber reconocido Inglaterra nuestra independencia, generó su rechazo por parte de las autoridades diplomáticas francesas, las cuales aspiraban para sus súbditos un trato similar al que habían conseguido los ciudadanos ingleses.

Las acaloradas protestas del cónsul francés, Aimé Roger, sin embargo, fueron rechazadas tajantemente por don Juan Manuel a través de su ministro de relaciones exteriores, Felipe Arana. La respuesta de Francia no se hizo esperar. Una semana después su armada, al mando del contralmirante Leblanc, comenzó con el bloqueo al puerto de Buenos Aires.

La toma armada de la Isla Martín García por el ejército francés, apoyada por las fuerzas del General uruguayo Fructuoso Rivera, exhibió al mundo las intenciones conquistadoras del bando agresor. Su asalto desencadenó las batallas de Yeruá y Chascomús, y la firma del Tratado de Paz “Mackau-Arana”, el 29 de octubre de 1840, mediante el cual Francia se comprometía a levantar el bloqueo y devolvía la Isla Martín García a nuestro país. La Confederación Argentina, por su parte, se comprometió a eximir del servicio de milicias a los ciudadanos franceses residentes en el territorio nacional y a indemnizar a aquellos que hubieran sufrido algún daño a causa del conflicto.

Respecto del segundo bloqueo, estuvo a cargo de una poderosa flota anglo-francesa integrada por once buques de guerra y cuarenta barcos mercantes, y se extendió desde septiembre de 1845 a junio de 1848. En relación a las causas que dieron origen a este nuevo conflicto, la mayoría de los historiadores concuerdan en señalar al Restaurador quien, molesto por la creciente preponderancia del puerto de Montevideo, decidió sitiar su ciudad y cerrar la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay. Ambas medidas, cabe destacar, iban en contra de los intereses comerciales europeos en Sudamérica, los cuales gravitaban en torno de la libre navegación del Río de la Plata, así como también, de los ramales interiores de su cuenca.

El conflicto se agravó cuando parte de la escuadra anglo-francesa encargada de realizar el bloqueo se decidió a remontar el Paraná en actitud beligerante. Rosas, dando una clara muestra de su olfato político, ya había previsto esta posibilidad. En este sentido, unas semanas antes había encomendado a su yerno, el general Lucio N. Mancilla, la fortificación de la margen derecha del río en el paraje bonaerense conocido por Vuelta de Obligado. Promediando el mes de noviembre de 1845 unas once embarcaciones europeas fueron interceptadas en dicho lugar por las valientes fuerzas de la Confederación Argentina. El combate se inició al amanecer con múltiples bajas para las fuerzas argentinas, unas doscientas cincuenta aproximadamente, demasiadas en comparación con las escasas veintiséis registradas en el bando contrario.

El resultado de la batalla fue celebrado en Europa como una verdadera victoria. Ahora bien, su triunfo no fue más que relativo puesto que si bien es cierto que sus barcos lograron atravesar el cerco impuesto por Mansilla en Vuelta de Obligado, las fuerzas invasoras fracasaron rotundamente en su intento por ocupar las costas de las provincias ribereñas. Por otra parte, los averiados vapores mercantes de Francia e Inglaterra que lograron sobrevivir la ofensiva rosista no lograron vender ni uno sólo de sus productos, cual era el fin primigenio de toda la empresa.

La batalla, por lo demás, tuvo una amplia repercusión en Sudamérica. Chile y Brasil, que rápidamente se volcaron hacia la causa de la Confederación. Incluso hubo algunos unitarios que, conmovidos por lo sucedido, se ofrecieron como voluntarios de su ejército. Tal fue el caso del General Martiniano Chilavert, héroe de la guerra de la independencia, quien luego fuera fusilado bajo las órdenes de Urquiza por haberse pasado al bando rosista. Ahora bien, no todos los exiliados del régimen de Rosas se comportaron con hidalguía. En este sentido, muchos unitarios, sino la gran parte de ellos, no sintieron escrúpulos en asociarse a los invasores en contra de “la tiranía de Rosas”, cual era la excusa que aquellos alegaban para todas sus traiciones.

Florencio Varela, por ejemplo, a quien nuestra historia oficial homenajeara sobradamente al designar con su nombre a un populoso partido de la Provincia de Buenos Aires, un par de años antes de la Batalla de Obligado fue enviado a Europa por la Logia de los Caballeros Liberales (una sociedad secreta antirrosista presidida por Bernardino Rivadavia, con filiales en Buenos Aires y en toda la Banda Oriental) con el fin de recorrer sus cortes y palacios en la búsqueda de aliados para derrocar a Rosas. Los fines de su misión, de acuerdo a Pacho O´Donnell (2001: 214-215), fueron cuatro básicamente:

1- Apurar la intervención armada inglesa, o anglo-francesa si así lo quisiese el gabinete británico, salvando con el apoyo de una facción argentina el problema de cómo presentar al mundo una agresión contra una nación soberana, ya que entonces podría disimulársela como un humanitario apoyo a los luchadores contra la tiranía.
2- Separar Entre Ríos y Corrientes de la Confederación Argentina constituyéndolas en un nuevo Estado bajo la protección inglesa. (...)
3- Establecer la libre navegación del Plata y sus afluentes, o dicho en otros términos, renunciar a la soberanía argentina sobre los ríos interiores, es decir, justificar por parte de argentinos uno de los propósitos ostensibles de la intervención anglo-francesa de 1845. (...), y
4- Garantizar definitivamente la paz con la intervención permanente de Inglaterra en los Estados del Plata.

En pocas palabras, la Logia de los Caballeros Liberales en conjunto con la Comisión Argentina integrada por el resto de los exiliados antirrosistas residentes en las ciudades orientales de Montevideo, Colonia, Carmelo y Durazno, habían conspirado no sólo con Rivera sino también con el presidente de Bolivia, el mariscal Santa Cruz, para derrocar al Restaurador. A estos efectos, estaban dispuestos a entregar a la Confederación Peruano Boliviana los pueblos de Catamarca, Tucumán, Salta y Jujuy, así como también, los de Cuyo, de donde se quería apartar al cura Félix Aldao, fiel instrumento de la política de Rosas.

Como puede apreciarse, los proyectos de enajenación territorial al invasor extranjero eran muchos y variados, y lo que es peor aún, contaban con el visto bueno de la “alta sociedad” de la época. Ahora bien, a pesar de lo que hasta aquí pueda suponerse, el adversario político más sólido y peligroso que tuvo el Restaurador de las Leyes en su estoica defensa de la soberanía argentina no fue precisamente la poderosa coalición anglo-francesa así como tampoco las temibles fuerzas del oriental Fructuoso Rivera, sino más bien la delicada y extranjerizante “pluma y palabra” de Domingo Faustino Sarmiento. En este sentido, quien luego fuera presidente de la Nación Argentina durante el período 1868-1874, testificaba, sin ruborizarse siquiera, que la intervención francesa en Sudamérica nunca amenazó el territorio ni los derechos del continente sino que, muy por el contrario, su contingente “sólo se redujo a un bloqueo y a entregar a los argentinos los despojos arrebatados al tirano para ser convertidos en elementos de libertad” (Diario El Mercurio, 13/10/1842).

Podrá decirse, y con razón, que estos dichos del sanjuanino fueron vertidos con anterioridad a la batalla de la Vuelta de Obligado, sobre la cual coincidiera el mundo entero al calificarla de injusta y desigual. Ahora bien, hecha esta concesión, cuesta pensar todavía que un hombre tan ilustrado como Sarmiento estuviera convencido de que “en la guerra con Francia no se mezclaba para nada la patria argentina” (Diario El Mercurio, 13/10/1842) Francia, a su particular entender, no atacaba al país sino al Restaurador, y Rosas, por su parte, no deseaba defender a la patria sino más bien a su poder para encarcelar y matar sin proceso.

La cláusula tercera del testamento del General José de San Martín, escrito desde su exilio en Inglaterra dos años después de la editorial de Sarmiento, claramente se opone a este análisis tergiversado de la realidad. En este sentido, la reliquia más preciada y simbólica del Libertador, su sable corvo que lo acompañara durante toda su campaña, fue legado expresamente al General de la República Argentina, Dn. Juan Manuel de Rosas, “como una prueba de satisfacción que como argentino he tenido al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que tratan de humillarla...”.

San Martín, que entendía sobre la cuestión del Plata como nadie en su época, estaba al tanto de los ostensibles intereses políticos y económicos que Francia e Inglaterra poseían en el Nuevo Mundo. En virtud de ello, conjeturar que Francia hacía la guerra a Rosas sin que por esto se viera comprometida la Confederación Argentina, no puede ser calificado más que como un nocivo ardid retórico intencionalmente pergeñado por el sanjuanino a los efectos de justificar la agresión armada a un Rosas del cuál era su enemigo personal. Después de todo, ¿qué medida más hostil para los intereses de un país cualquiera, que sufrir las devastadoras consecuencias de un bloqueo marítimo que inmoviliza y por tanto perjudica a su economía?

El objeto de la permanencia de Francia en América del Sur bajo ningún punto de vista se reducía, como opinaba Sarmiento, a la protección de sus nacionales en contra del uso de las facultades extraordinarias del Restaurador. Francia pretendía no sólo que las imposiciones tributarias a sus productos no fuesen más gravosas que las que se impongan a otros países, sino también, la posibilidad concreta de gozar de las ventajas arancelarias que ulteriormente la Confederación Argentina concediera a terceros.

Una vez conocida esta situación, el resentimiento popular en contra de la nación europea comenzó a crecer de manera geométrica. Frente a este cambiante escenario, a Domingo Faustino Sarmiento no le quedó otra alternativa que repudiar públicamente la inmoralidad de lo demandado diciendo que si esta pretensión no era arrogante al menos, debía ser catalogada ciertamente como injusta, “debiendo ser rechazada por los estados americanos siempre que la vean exigida por cualquier nación de Europa” (Diario El Mercurio, 13/10/1842)

Se entienden, en este contexto, gran parte de las actitudes beligerantes de Juan Manuel de Rosas, toda vez que combatió a las poderosas fuerzas anglo-francesas en ocasión de los bloqueos y de las numerosas incursiones de su armada por los ríos interiores de la Confederación.

¿Cómo poder confiar en las supuestas intenciones civilizadoras de un país que, antes y después de los malogrados bloqueos al Río de la Plata, conquistó a las naciones libres de Argelia, Camboya, Cochinchina, Congo, Costa de Marfil, Guinea, Madagascar, Marruecos, Líbano, Somalía, Sudán y Túnez? ¿Y qué decir de Inglaterra, cuya bandera había sido recientemente clavada en las australes Islas Malvinas? ¿No estarían justificadas, acaso, las acciones de Rosas toda vez que intentó defender a nuestro territorio de las ambiciosas garras anglo-francesas?

De acuerdo al particular entender de Sarmiento, bajo ningún punto de vista podía justificarse el accionar de Rosas. En su opinión, toda la hostilidad que Francia aplicó en América se redujo a un simple e inofensivo bloqueo, el cual, supuestamente, era visto con buenos ojos por Rosas, quien no deseaba más que aislar a la República Argentina del concierto mundial. Esta misma acusación, lejos de ser pasajera, se escapa de la pluma de Sarmiento una semana después de haber lanzado la anterior, aunque ahora en referencia al bloqueo que Chile impuso a la Confederación Argentina en virtud de los alistamientos obligatorios y confiscaciones personales que Aldao impuso a los chilenos residentes en Mendoza. Escuchémoslo referirse a las supuestas intenciones aislacionistas de Rosas ante este nuevo bloqueo:

“...Por lo que respecta a la clausura de la cordillera esta es una medida que le habría dado un día de regocijo. ¿Qué le importan a él los intereses materiales del pueblo argentino, si ellos conspiran contra su poder? Por el contrario, lo que él quiere y lo que verdaderamente está en sus intereses de tirano, es que la República Argentina quede completamente aislada, y bien encerrada en su puño...”

Toda una infamia lo del prócer Sarmiento. ¿Cómo poder afirmar que los planes de Rosas giraban en torno del aislacionismo cuando en su proceder no se encuentran más que nítidas pruebas de su soberbia defensa de la soberanía territorial? La unión definitiva de las provincias de la Confederación tal como sucediera con las trece colonias en los Estados Unidos de América, o bien la reconstrucción territorial del antiguo Virreinato del Río de la Plata, he ahí, y no otro, el horizonte político buscado por el Restaurador para nuestra patria.

Los sucesivos incidentes diplomáticos con Francia e Inglaterra, su entusiástica actuación ante los bloqueos impuestos por estas potencias, su enérgica objeción a la voluntad separatista del Paraguay y a las intenciones conquistadoras de Bolivia, la heroica defensa y recuperación de la Isla Martín García y de las costas ribereñas en el paraje de Vuelta de Obligado, he ahí sólo algunas de las muestras más representativas de su irrebatible patriotismo federal y americanista.

La condena a Rosas y su proyecto de país, sin embargo, se convirtió en el leitmotiv preferido de la historiografía liberal argentina representada por los vencedores de Caseros. En este sentido, todo aquel que se opuso a Rosas y a su sangrienta tiranía fue rápidamente premiado con algún busto o plaqueta de bronce. Enorme injusticia, a decir verdad, puesto que si bien se coincide en que la violencia empleada por el rosismo debe ser repudiada por nuestra historia, sus valiosos planteos y acciones en pos de la defensa de nuestra soberanía merecen una suerte distinta. En este orden de ideas, la tendencia historiográfica que aún hoy intenta sintetizar en Rosas y su mazorca a todas las muertes y tropelías ocurridas durante la primera mitad del siglo XIX (de las que, por cierto, no puede eximirse al resto de los federales y unitarios de la época), no puede ser calificada más que como intolerante e injustificable. Coincidimos con Pacho O`Donnell (2001: 112) cuando dice: “...podrá criticársele a don Juan Manuel su ferocidad, siempre y cuando se tenga la hidalguía de aceptar su fervorosa defensa de nuestra soberanía y nuestra integridad territorial constantemente amenazadas, no sólo por los de afuera sino también por los de adentro”.

Así lo entendió el Libertador General San Martín quien, desde su exilio en la ciudad francesa de Grand Bourg, le dijo personalmente a Sarmiento en ocasión de su visita: “...Ese tirano de Rosas que los unitarios odian tanto, no debe ser tan malo como lo pintan cuando en un pueblo tan viril se puede sostener veinte años... me inclino a creer que ustedes exageran un poco y que sus enemigos lo pintan más arbitrario de lo que es... y si todos ellos y lo mejor del país, como ustedes dicen, no logran desmoronar a tan mal gobierno, es porque la mayoría convencida está de la necesidad de un gobierno fuerte y de mano firme, para que no vuelvan las bochornosas escenas del año veinte ni que cualquier comandante de cualquier batallón se levante a fusilar por su orden al Gobernador del Estado.”

Claramente San Martín hacía referencia al fusilamiento del Gobernador federal Dorrego ordenado por Lavalle y, por extensión, a la pacificación y al orden institucional impuesto por Rosas, el cual, a fuerza del uso del cintillo punzó, posibilitó el dictado de la primer Constitución Nacional de la República Argentina en el año 1853. Ahora bien, a los efectos de avanzar en el análisis quizá convenga dejar de lado brevemente a Juan Manuel de Rosas y su proyecto de país para pasar a meditar sobre las ideas de Domingo Faustino Sarmiento elaboradas desde su autoexilio en Chile, nación de la cual luego adoptaría su ciudadanía.

El proyecto Sarmientino:

Cuenta la historia oficial argentina, en este caso representada por la “Cartilla Sarmientina” escrita por Natalio Pisano en el año 1988 como homenaje al prócer en el centenario de su fallecimiento, que cuando Sarmiento llegó a Santiago en el año 1840, su patria, por entonces gobernada por Rosas, no se interesaba por el cuidado de las tierras australes del país, las cuales corrían el riesgo de ser ocupadas por las numerosas naves francesas e inglesas que navegaban libremente por el estrecho de Magallanes.

Naturalmente, “Sarmiento vio el peligro y, convencido de que su patria no podía atender el problema, instó a los chilenos a fundar establecimientos en el estrecho, en su boca occidental, para evitar la ocupación europea... Tenía en cuenta para hacerlo que su país no estaba en condiciones de impedir las incursiones europeas que podían transformarse en ocupación; que Chile, con un gobierno organizado y una flota adecuada, podía defender los derechos americanos, evitando una ocupación semejante a la de las Islas Malvinas; y que la ocupación en cuestión se refería a la boca occidental del estrecho, a la que Chile tenía legítimo derecho.”

Por supuesto, este relato, común en nuestra historia oficial, no constituye más que una interpretación tendenciosa de lo sucedido. Demás está decir que la historiografía liberal argentina se preocupó sistemáticamente por silenciar ciertas declaraciones “incómodas” de un Sarmiento claramente influenciado por el darwinismo social spencereano, en boga durante la época. No obstante esto, determinados extractos de sus escritos han sabido evitar la censura, y lo que es mejor aún, se han popularizado. En este sentido, actualmente a casi nadie le resulta extraño aquel desventurado consejo que el sanjuanino le diera al General Mitre en el año 1861: “...No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre de esta chusma criolla incivil, bárbara y ruda, es lo único que tienen de seres humanos”.

Ahora bien, sin ánimos de avanzar sobre sus anécdotas y sentencias respecto de los indígenas, huérfanos y mendigos, a los cuales detestaba profundamente, se hace indispensable detenernos en el análisis de su pensamiento político, específicamente en lo que concierne a sus proyectos de entrega territorial al extranjero.

Vamos por partes. En primer lugar, si bien nuestra historia oficial a duras penas reconoce que Sarmiento contribuyó con sus escritos a fomentar la ocupación chilena de la boca occidental del Estrecho de Magallanes, a mi entender se queda corta y peca de inexacta. En este sentido, si se analizan sus numerosas publicaciones en los diarios de la época se verá como el pensamiento enajenante de Sarmiento se extendía no sólo sobre la localidad de Punta Arenas sino también sobre las Islas Malvinas y la Patagonia.

En segundo lugar, la supuesta preocupación de Sarmiento por la defensa de los derechos americanos lesionados a partir de la ocupación de las Islas Malvinas, no era tan sincera en verdad. Como se puede apreciar a partir de la lectura de sus escritos políticos, la invasión de los ingleses en el Atlántico Sur no le disgustaba en lo absoluto: “...La Inglaterra se estaciona en las Malvinas. Seamos francos: esta invasión es útil a la civilización y al progreso.” (Diario El Progreso, 28/11/1842)

Rosas, en cambio, lejos de ser civilizado representaba el salvajismo y la barbarie. Su persona debía ser combatida. Su nombre, injuriado. Quizás por ello, los descendientes de la generación del 37 no dudaron en erigir el monumento a Sarmiento de la Capital Federal en el exacto lugar en donde otrora viviera Juan Manuel de Rosas. ¿Será casualidad que se haya demolido la residencia del Restaurador el día 3 de febrero del año 1899, en ocasión de conmemorarse el 47º aniversario de la batalla de Caseros en la cual se lo destituyó? ¿Y qué decir del hecho de que, casi sin excepciones, no haya calles o autopistas en el país que recuerden a caudillos federales tales como Chacho Peñaloza, Juan Bautista Bustos, Felipe Varela o el mismísimo Juan Manuel de Rosas?

Nada de esto es casual, sino causal. Sucede que a nuestra historia oficial siempre le interesó mucho más el ensalzar la genial visión de Sarmiento respecto de la importancia de la educación en nuestro destino como país, que sus incómodas declaraciones sobre el destino que debía dársele a nuestros despoblados territorios del sur. En este sentido, nuestros libros de historia nunca nos contarán sobre los denodados esfuerzos de Sarmiento en pos de que el Estrecho de Magallanes, la Patagonia y aún las provincias de Cuyo pasaran al dominio chileno.

Su pluma, más certera que un fusil, escribirá el 11 de noviembre de 1842 en el Diario El Progreso que para el gobierno de Buenos Aires las posesiones del sur son inútiles: “Magallanes pertenece a Chile y quizá toda la Patagonia”. Más aún, unos siete años después de haber redactado estas líneas, continuará preguntándose: “si el título de erección del Virreinato de Buenos Aires expresa que las tierras al sur de Mendoza entraron en su demarcación; que, a no serlo, Chile pudiera reclamar todo el territorio que media entre Magallanes y las provincias de Cuyo.” (Diario La Crónica, 11/03/1849)

Sarmiento, aunque le cueste aceptarlo a gran parte nuestros historiadores, por aquel tiempo ya no se consideraba argentino, o al menos, ya no funcionaba como tal. En consonancia con esto, declaraba sin tapujos desde el Diario El Progreso de Santiago que: “...Los argentinos residentes en Chile pierden desde hoy su nacionalidad. Chile es nuestra patria querida. Para Chile debemos vivir. En esta nueva afección deben ahogarse todas las antiguas afecciones nacionales.” (Diario El Progreso, 11/10/1843)

Estas palabras, entre otras tantas vertidas a lo largo de su prolongada estadía en Chile en favor de los intereses de la nación trasandina, le significaron a Sarmiento un generoso premio de manos de su leal amigo y protector, el Ministro Montt. Esta recompensa, que convenientemente lo alejara del ámbito político de Chile por unos cuantos años, le permitió seguir con sus estudios sobre educación, inmigración y colonización: un viaje pago por gran parte de Europa y Norteamérica como enviado oficial del gobierno chileno.

La verdadera cuestión detrás de la Cuestión del Plata:

Dejando de lado por un momento las pasiones propias de todo análisis que no intenta ser imparcial sino más bien justo, las opiniones de Sarmiento -desde nuestra perspectiva, demasiado propensas a solicitar la ayuda del extranjero en su lucha contra J. M. de Rosas- se comprenden si se tienen en cuenta los importantes intereses políticos en juego durante la época, entre los cuales se encontraban sus propias ambiciones de llegar al poder. Por su parte, el modo excesivamente autoritario de hacer política de Rosas -redefinido a partir de los bloqueos anglo-franceses promovidos por las constantes intrigas unitarias desde el extranjero- también se comprenden si se repara en los incontables proyectos de enajenación territorial pergeñados en contra de la supervivencia de su propio régimen.

Que nadie se confunda. Los proyectos de Sarmiento a los que se hizo referencia existieron, fueron publicados por la prensa de la época y tuvieron efectos innegablemente perversos en la política rioplatense y sudamericana. Rosas, lejos de permanecer distante e indiferente ante estas circunstancias, se las ingenió para sacar un provecho político, quizás exagerado, del accionar filo-europeísta de los unitarios exiliados de su régimen. Más aún, a través de un hábil manejo de la propaganda en el interior de las provincias, transformó a los bloqueos en elementos de cohesión para la floreciente Confederación Argentina. De este modo, la intromisión anglo-francesa en el Río de la Plata, cuyo objetivo primigenio giraba en torno de debilitar la figura del prestigioso Restaurador, no hizo más que contribuir a su consolidación mediante la exaltación de sentimientos patrióticos en la población en pos de la defensa de la integridad territorial.

La “Cuestión del Plata”, en desmedro de lo que se suele pensar comúnmente, para Rosas nunca giró en torno de la concesión de las demandas exigidas por los residentes franceses en la Provincia de Buenos Aires relacionadas, mayormente, con la posibilidad de permanecer ajenos a la formación de las milicias armadas. Después de todo, una vez finalizado el conflicto diplomático con el gobierno francés, Rosas terminó accediendo a los reclamos de cónsul Aimé Roger. Lo mismo puede decirse respecto del bloqueo chileno a la Confederación: la cuestión principal no pasaba por reconocer o no a los residentes transandinos en Mendoza las prerrogativas por ellos reclamadas.

La naturaleza del conflicto, para don Juan Manuel, se hallaba en las formas más que en el fondo, esto es, en la necesidad de rechazar enérgicamente cualquier tipo de intervención europea en los asuntos internos de las naciones soberanas de Sudamérica, con el fin de que estas últimas continuaran con su proceso de fortalecimiento institucional iniciado a partir de las revueltas independentistas. De esta forma, negociando o cediendo en cuestiones que ya no le interesaban, el Restaurador esperaba lograr una victoria sobre sus adversarios locales, triunfo del que dependía la supervivencia y conservación de su persona y de los florecientes territorios de la Confederación.

Es hora ya de reconocerle a Juan Manuel de Rosas “…que fue gracias a sus esfuerzos que nuestra patria no sufrió otras fragmentaciones como las que propugnaban sus adversarios, los que argumentaban, como lo hiciese Salvador del Carril, que era conveniente el achicamiento de nuestro territorio para explotarlo mejor con las posibilidades que tenemos” (O`Donnell, 2001: 106)

Por supuesto, no esperamos la llegada de una purga histórica en los próximos años. Probablemente nuestra historia oficial continúe repitiendo sus verdades con prescindencia de los valiosos aportes del revisionismo histórico actual. Nuestras escuelas, en este sentido, sin dudas seguirán adelante con sus ciclópeos procesos de inculcación de sentimientos de admiración por Domingo Faustino Sarmiento y de odio por Juan Manuel de Rosas. Quienes quieran oír su prédica, que oigan. Quienes logren escapar a sus discursos, bienvenidos sean.


Bibliografía:


DE LA VEGA, Julio Cesar. “Diccionario Consultor de Economía Política”. Ediciones Delma. Buenos Aires. 1994.

MYERS, Jorge. “El nuevo hombre americano. Juan Manuel de Rosas y su régimen”, en Jorge Lafforgue/Tulio Halperin Donghi. “Historia de Caudillos Argentinos”. Ed. Extra Alfaguara. Buenos Aires. 1999.

O´DONNELL, Pacho. “Juan Manuel de Rosas. El maldito de nuestra historia oficial”. Editorial Planeta. Buenos Aires. 2001

PISANO, Natalio J., “Cartilla Sarmientina”. Ed. Instituto Sarmiento de Sociología e Historia. Buenos Aires. 1988.

SARMIENTO, Domingo Faustino. Artículos periodísticos varios, publicados en los Diarios El Mercurio, El Progreso y La Crónica.