domingo, 14 de diciembre de 2008

De la polis griega a la simbiosis Estado-democracia. Presente y futuro del binomio en Latinoamérica



IMPORTANTE: Si desea citar algun párrafo de este articulo utilice el siguiente formato:
“De la polis griega a la simbiosis Estado-democracia. Presente y futuro del binomio en Latinoamérica”. Abstract y Ponencia en el CD del “VIII Congreso Nacional y I Congreso Internacional sobre Democracia. Desafíos y oportunidades para las democracias latinoamericanas”, organizado por la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Universidad Nacional de Rosario. 1, 2, 3 y 4 de septiembre de 2008. ISBN 978 – 950 – 673 – 684 -2. (2008)

Resumen:

Resulta usual, en la mayoría de los países latinoamericanos, hacer referencia al Estado democrático. Esta expresión, sin embargo, no debería ser usada de forma tan laxa pues conlleva una contradicción tan intrínseca como histórica. Si al presente vinculamos al Estado con el régimen democrático, esto es, si nos atrevemos a sugerir que un Estado fuerte no es necesariamente antidemocrático, es porque asistimos a la ocurrencia de un doble proceso político de carácter histórico. En primer lugar, de revalorización de la democracia como forma de gobierno, iniciado luego del ocaso de los regímenes dictatoriales que asolaron la región desde fines de los años ´50 y, en segundo, de revalorización del rol intervensionista del Estado, iniciado luego del fracaso de las políticas neoliberales dictadas por el Consenso de Washington durante la década del ´90.

El presente ensayo muestra como el desarrollo combinado de ambos procesos en Latinoamérica ha ocasionado que la brecha ideológica que otrora colocara al Estado y a la democracia en las antípodas de la política haya comenzado a desvanecerse velozmente. Asimismo, se incursiona en la redefinición del mencionado binomio conceptual a la luz de los problemas y desafíos que traerá aparejada tanto la globalización como la llegada de los emergentes Estados-región.

Introducción a la problemática.

Desde que sucumbió la última dictadura en Latinoamérica los políticos y politólogos de la región se han preocupado por fortalecer al Estado y a la democracia, ya sea desde la teoría y la praxis política como desde la legislación y el derecho. Ahora bien, frente a esta arrolladora avanzada política pocos son los que han reparado en la contradicción histórica que subyace en la vinculación de ambos términos. En este sentido, mientras que Estado supone desde siempre la idea de un sistema de dominación de una clase sobre otra, democracia implica la idea de autogobierno del pueblo, al estilo de la democracia directa de la polis griega y de sus posteriores reproducciones medievales.[1]

La génesis de esta polémica asociación de términos quizás radique en la fuerte unidad que la historiografía política hizo del régimen democrático con la mal llamada ciudad-Estado de los griegos. En este sentido, si bien el vínculo entre polis y democracia (en su forma directa) existió, al presente resulta incorrecto establecer lazos entre el Estado moderno y las efímeras ciudades de la antigüedad, verdaderas comunidades autárquicas basadas en la autogestión de la cosa pública.

La palabra democracia, cabe recordarlo, desapareció con posterioridad a la experiencia griega. Varias son las razones que permiten explicar este hecho. Así, el enorme poder terrenal adquirido por la Iglesia durante sus primeras centurias permitió transformar al antiguo ciudadano en un hombre de fe totalmente renuente a la idea de autogobierno. Un genuino cristiano -sostenían los primeros Pontífices- acataba antes la autoridad del representante de Dios en la tierra que la de una vulgar asamblea ciudadana. El surgimiento de distintos imperios y regímenes militares durante la Edad Media no hizo más que apuntalar este pensamiento, obstaculizando la aparición de cualquier teoría vinculada a la democracia. Durante esta época, el poder era despótico o no era. De ahí que el Estado no haya nacido bajo el signo de la democracia sino, más bien, de la mano de las monarquías absolutas del siglo XVII.

Si al presente vinculamos al Estado latinoamericano con el régimen democrático, esto es, si nos atrevemos a sugerir –junto con Osvaldo Iazzetta- “que un Estado fuerte no es necesariamente antidemocrático”,[2] es porque asistimos a la ocurrencia de un doble proceso sociopolítico de características multidimensionales. En primer lugar, de revalorización de la democracia como forma de gobierno, profundizado luego del ocaso de los regímenes dictatoriales que de manera encadenada asolaron la región desde finales de la década del cincuenta y, en segundo, de revalorización del rol intervensionista del Estado, iniciado luego del estrepitoso fracaso de las políticas neoliberales dictadas por el Consenso de Washington durante la década del noventa.[3]

Como trataremos de mostrar a continuación, el desarrollo combinado de ambos procesos en Latinoamérica ha ocasionado que la brecha ideológica que en su momento colocara al Estado y a la democracia en las antípodas de la política haya comenzado a desvanecerse. Una breve aproximación descriptiva al dilatado proceso de transición desde la polis griega hasta el moderno Estado-nación nos será de vital importancia a la hora de comprender el intrincado vínculo existente entre uno y otro término en la actualidad. Asimismo, nos proporcionará un punto de partida inmejorable para el análisis de los problemas y desafíos que deberá afrontar la democracia en el futuro, si es que pretende sobrevivir a los emergentes Estados-Región.


Democracia y libertad para los antiguos.

Según Guillermo O´Donnell, cuando hablamos de la democracia como régimen político hablamos básicamente de dos cosas: una que llamaríamos elecciones limpias, y otra, que este proceso electoral está rodeado de algunas libertades –libertad de expresión, libertad de asociación, de información- que hacen posible que las elecciones sean limpias.[4]

Más la libertad no es exactamente lo que los individuos desean en las sociedades democráticas. Ya lo dijo Alexis de Tocqueville tras su visita a los Estados Unidos a principios del siglo XIX: “el estado principal y continuado que desean los pueblos cuyo estado social es democrático es la igualdad. Quieren ser iguales en libertad y si no pueden serlo, lo quieren también en la esclavitud. Sufrirán la pobreza, la servidumbre, la barbarie, pero no sufrirán la aristocracia…”.[5] La igualdad fue la mayor invención de los norteamericanos. La libertad, en cambio, se gestó en Europa durante el transcurso de los siglos. Pero, ¿De qué hablamos exactamente cuando hablamos de libertad? ¿Significaba lo mismo la libertad para los griegos que para los revolucionarios franceses de 1789, a más de veintitrés centurias y setenta y cinco generaciones de distancia unos de otros? ¿Qué tipo de libertad tenemos hoy en día?

De acuerdo a Benjamin Constant (1767-1830) -una de las figuras más desconocidas e interesantes del liberalismo europeo del siglo XIX- la libertad para los antiguos “consistía en ejercer colectiva, pero directamente, muchas partes de la soberanía entera; en deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz; en concluir con los extranjeros tratados de alianza; en votar las leyes, pronunciar las sentencias, examinar las cuentas, los actos, las gestiones de los magistrados, en hacerlos comparecer ante todo el pueblo, en acusarlos y condenarlos o absolverlos”.[6]

Ser libre para los griegos, en definitiva, consistía en abstenerse de realizar trabajos manuales (para ello las polis poseían una abundante mano de obra esclava) y dedicarle todo el tiempo posible a los asuntos comunes de la ciudad, esto es, a la participación política. Varias circunstancias hacían viable la existencia de este tipo de libertades en Grecia. Así, la escasa extensión de las ciudades de los primeros tiempos contribuyó a la instauración de sistemas políticos altamente participativos, en donde los ciudadanos se encontraban obligados a asistir a las asambleas y a ejercer, llegado el caso, las magistraturas. El exiguo número de integrantes de cada polis, por otra parte, hacía que el sufragio de cada ciudadano tuviera una influencia real en el resultado de las votaciones, lo cual convertía al acto de participar en la administración de justicia o en el gobierno en un verdadero placer diario.

Ahora bien, aunque los ciudadanos de las polis griega se considerasen hombres libres debido a que no malgastaban su tiempo en el campo, el hogar o la industria, no es mucha la diferencia que los separaba de sus esclavos. En este sentido, como bien señala Enrique Aguilar, “...nada había en el hombre antiguo que fuese independiente. Su cuerpo pertenecía al Estado y estaba consagrado a su defensa; su fortuna, a disposición de una eventual requisa. Ciudades había que prohibían el celibato y leyes que reglaban hasta la vestimenta”.[7] Era esa, y no otra la situación de sometimiento e indefensión en la que se encontraba el individuo en las comunidades democráticas de la antigüedad, preso de una voluntad general que, entre otras tantas aberraciones, lo obligaba a adorar a los dioses de su ciudad bajo pena de muerte u ostracismo.[8]

Con el estallido de la guerra del Peloponeso entre la ciudad de Esparta y la Liga de Delos (que se encontraba bajo la influencia de Atenas) comenzó la decadencia del mundo heleno y su forma de gobierno. La posterior invasión del rey de Macedonia, Filipo II, y de su primogénito, el emperador Alejandro Magno, terminó por sepultar a la polis y a la democracia. Y digo polis, cuando me refiero a la desaparición de las formaciones políticas de la antigua Atenas, Tebas y Esparta, porque la expresión ciudad-Estado les resulta completamente inapropiada. En este sentido, se coincide con las apreciaciones de Giovanni Sartori, para quien el referente de la democracia antigua no fue para nada una ciudad-Estado sino más bien una ciudad-comunidad, una ciudad sin Estado.[9] Y esto, básicamente, por dos grandes razones: en primer lugar, porque en las ciudades de la antigüedad no se diferenciaba entre la titularidad y el ejercicio del poder (lo cual generaba una vida política sin políticos, en donde los cargos públicos eran asignados vía sorteo, con una rotación rapidísima entre gobernantes y gobernados) y, en segundo, por la imposibilidad manifiesta (inherente al normal funcionamiento de la democracia directa) de que las polis extendieran sus fronteras o aumentaran sus poblaciones sin tener que renunciar a su sistema interactivo de gobierno.

De esta forma, existía una obligación insoslayable para todas las polis que quisieran seguir existiendo como tales: permanecer pequeñas, esto es, no crecer más allá de lo justo y necesario para que los mecanismos de la democracia directa siguieran funcionando de manera adecuada. Ahora bien, si tal cual sostiene Sartori, “la extensión es necesaria, si una ciudad sin territorio es una entidad no vital, entonces se hizo necesario pasar de la ciudad al Estado. Para realizar este tránsito sin perder la democracia, han sido necesarios más de dos mil años”.[10]

La libertad de los modernos.

Resulta sumamente arduo –por no decir arbitrario- establecer una fecha exacta que divida al mundo medieval del moderno. Muchos historiadores, no obstante, han insistido en señalar la toma de Constantinopla por parte de los turcos (en el año 1453) como el inicio de la Edad Moderna. Otros historiadores, mucho más sensatos a mi entender, han puesto su atención en una multiplicidad de factores que difícilmente puedan ser fechados en forma precisa, los cuales causaron que el oscuro y retraído hombre de la Edad Media comenzara a percibir al mundo de una manera radicalmente distinta, a saber: las Cruzadas, el debilitamiento de la Iglesia, la aparición de la burguesía como una nueva clase social y, por sobre todo, la decadencia del sistema feudal.

Este último factor, provocado por el sucesivo ensanchamiento de los dominios reales mediante la expropiación de territorios a los señores feudales, permitió a los monarcas agrupar sus tierras dentro de los límites del reino, recuperando su derecho soberano. Surgieron así las ideas de territorialidad y nacionalidad, muy vinculadas al significado moderno del término Estado, acuñado recién en el año 1513 por Nicolás Maquiavelo, quien lo utilizaba para hacer referencia a ciertas formaciones políticas propias de la antigua Italia.

“Todos los Estados -señala en el primer párrafo de El Príncipe- todos los dominios que ha tenido y tiene un imperio sobre los hombres, han sido y son o repúblicas o principados”.[11] A partir de esta célebre frase la palabra Estado (originalmente stati) hizo su aparición oficial en el vocabulario político. Más su utilización por parte del genial escritor florentino fue ciertamente fluctuante a lo largo de su obra, identificando algunas veces al Estado con el poder o autoridad que ejerce un soberano sobre una determinada población, y otras, con elementos exclusivamente territoriales o demográficos.

El proceso temporal a través del cual la palabra Estado fue ganando en nivel de abstracción hasta alcanzar la connotación que hoy le otorgamos fue sumamente lento. En este sentido, suele decirse que el término tardó tanto en afianzarse como la propia cosa en constituirse. “No lo encontramos en Bodin, teórico de la soberanía; Hobbes, por regla, decía commonwealth; y Estado no había sido escogido, todavía, en la Encyclopédie de Diderot y d´Alambert”.[12] En efecto, promediando el siglo XVI, el término status todavía no había podido reemplazar a respublica, no obstante, había comenzado a ser utilizsado para hacer referencia a “toda coagulación de poder con cierta estabilidad o permanencia en el tiempo”.[13]

Por todo lo dicho hasta aquí debería resultar claro que la palabra Estado -de por sí un neologismo- es de muy difícil precisión. En este sentido, cuando el vocablo hizo su aparición, su referente material no era todavía una comunidad organizada en base a un territorio definido, con un gobierno centralizado y un orden jurídico autónomo. Con la llegada de la modernidad esta situación comenzó a cambiar. El crecimiento lento pero constante de los territorios estatales sumado a la intensificación del comercio, al incremento en la división del trabajo y a la aparición de grandes masas humanas carentes de tiempo e interés para consagrar su vida a los asuntos públicos, dejaron abierta la puerta para el nacimiento de una compleja superestructura institucional de carácter burgués: el Estado moderno.

Como resultado de estas formidables transformaciones sociales, el concepto de libertad varió radicalmente del que profesaban los antiguos, orientado exclusivamente a la participación política del ciudadano en la cosa pública. A partir del surgimiento de la burguesía, los individuos comenzaron a exigir mayores cuotas de autonomía en su vida doméstica, rehuyendo del control tiránico que el gobierno (y la mayoría ciudadana) solía ejercer sobre su conducta y costumbres privadas.

Pero, ¿en qué consistía realmente la libertad para los modernos? Según expresara Benjamin Constant en su famoso discurso sobre “la liberté des anciens comparée á celle des modernes”,[14] la libertad para los modernos estaba vinculada “al derecho de no estar sometido sino a las leyes, a no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos; es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla, y de disponer de su propiedad, y aún de abusar si se quiere, de ir y venir a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de sus motivos o sus pasos; es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y caprichos; es, en fin, para todos el derecho de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticiones o por consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración”.[15]

Como puede apreciarse, las diferencias existentes entre la libertad para los antiguos y los modernos son irreconciliables. Las mismas surgen, en definitiva, de la transposición histórica de la polis al Estado, esto es, desde el reducido contexto político-social en el que se desenvolvía la búsqueda del bienestar en las antiguas ciudades griegas a su ampliado equivalente en los tiempos modernos. Así lo entendió Juan Jacobo Rousseau, para quien el crecimiento demográfico que se dio en los Estados con la llegada de la modernidad hizo de la política un campo cada vez menos asequible para las masas, aclimatando a la democracia a los nuevos tiempos. Escuchémoslo expresarse al respecto: “es contrario al orden natural que el mayor número gobierne y el pequeño sea gobernado. No se puede imaginar que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos públicos, y se comprende fácilmente que no podría establecer para esto comisiones sin que cambiase la forma de la administración”.[16]

De lo anterior se deduce la imposibilidad práctica de que la democracia sea ejercitada en el siglo XVIII y XIX tal cual se lo hacía en el mundo heleno. El crecimiento geográfico de los Estados y la inconveniencia práctica de reunir diariamente a poblaciones altamente numerosas y dispersas hicieron necesaria la instauración de sistemas políticos representativos (indirectos) los cuales no son otra cosa que organizaciones “con cuyo auxilio una nación se descarga sobre algunos individuos de aquello que no quiere o no puede hacer por sí misma”.[17]

El desarrollo de la burguesía (consolidado por el derrocamiento del absolutismo monárquico) y la aparición del Estado liberal de derecho se encargaron de afirmar los principios del sistema representativo. El siglo XIX, de esta forma, estuvo marcado por el ascenso del liberalismo, el cual se expandió por el mundo al ritmo de los avances técnicos y científicos que dieron forma a la revolución industrial.[18] Por su intermedio se intimó al Estado a sujetar sus poderes arbitrarios, sometiéndolo a una serie de controles impuestos por leyes, estatutos y constituciones nacionales. Esta suerte de domesticación del Estado –en consonancia con el análisis rousseauniano- trajo aparejada la “atenuación de ciertas implicancias y potencialidades participativas de la democracia clásica que la tornaron aceptable para las nuevas condiciones históricas y las ideas dominantes”.[19] Como consecuencia, la idea de democracia comenzó a despegarse de los griegos y de su forma reducida de concebirla.

Al igual que en los tiempos de la democracia directa, dentro del Estado liberal las decisiones continuarían siendo tomadas por la mayoría. Las votaciones, no obstante, se efectuarían sólo con el fin de elegir a los representantes del pueblo que tendrían a su cargo las funciones del gobierno. Lejos quedaban las críticas de Kant, Hamilton, Madison, y tantos otros a la democracia como forma de gobierno. Mucho más, todavía, las de Platón, Aristóteles y Heródoto. El régimen óptimo, la politeia, sería ahora la democracia representativa. Tras unos dos mil años de continuo silencio en torno a la democracia, el gobierno del pueblo comenzaba a resurgir lentamente de sus cenizas.


Neoliberalismo y crisis del Estado-nación:

Como sostiene Guillermo Barrera Buteler, la característica más relevante de la Modernidad desde el punto de vista político fue la aparición del Estado-nación, que desplazó a las otras formas de organización política preexistentes, entre ellas a los municipios. Desde entonces, el Estado fue absolutista, liberal, totalitario, socialdemócrata y corporativista. Ahora bien, con prescindencia de los distintos ropajes con los cuales se vistió a lo largo de la historia, el Estado funcionó siempre como un centro de poder soberano sobre un territorio determinado, con tendencia excluyente.[20]

Actualmente, en cambio, se sostiene que el Estado-nación ha entrado en una crisis terminal. Y esto, básicamente, porque se lo ve incapaz de hacer frente a los poderosos embates integracionistas de índole supranacional (a cargo de la UEE, MERCOSUR, ALCA, NAFTA, etc.), a los numerosos centros multinacionales de poder económico y a los cada vez más insistentes reclamos de descentralización política y autonomía local.

Ahora bien, con crisis del Estado-nación debe entenderse necesariamente crisis de un determinado tipo de Estado y no la terminación misma de él. Hablar de la crisis del Estado-nación, por tanto, no implica adherir a aquellas posturas ideológicas que hablan acerca de su fin (anarquismo, saintsimonismo, marxismo-leninismo, etc.) sino dar cuenta de la ocurrencia de un profundo cuestionamiento a su figura desde dos frentes simultáneos. Desde arriba, por las aludidas instituciones de carácter supranacional que reducen notoriamente las posibilidades de los gobiernos nacionales de orientar autónomamente su política interna, y desde abajo, por las comunas, municipios, consorcios y microrregiones intermunicipales que pretenden escapar de la asfixiante situación económica en la que se encuentran por medio de un aumento en la descentralización de recursos.[21]

Como consecuencia sinérgica de esta doble embestida a la figura del Estado-nación, el mapa tradicional que demarcaba el ámbito del poder estatal -el de los pasos fronterizos y los límites territoriales- ha comenzado a adquirir nuevas significaciones. La multipertenencia territorial de un número cada vez más grande de actores políticos y económicos, el poderío de ciertas organizaciones internacionales y la aparición de nuevos problemas no resolubles dentro del ámbito nacional (ataques terroristas, conflictos ambientales, flujos migratorios, etc.) promoverán la parición de una nueva geografía organizada en base a unidades territoriales mucho más amplias y flexibles que las actuales.[22]

El retroceso del Estado de Bienestar evidenciado en Latinoamérica durante las décadas del ochenta y noventa, quizás deba ser interpretado como un preanuncio de los cambios geopolíticos que se avecinan. Privatizaciones, reducciones en las plantas de personal y recortes en los programas de ayuda social, son sólo algunas de las medidas que se emplearon para limitar el alcance del Estado en la gestión de los asuntos sociales. Corrupción en las altas esferas estatales, pandemia de desaciertos macroeconómicos e ineficacia en la disminución de los índices de pobreza y desigualdad, las principales razones que terminaron por consumir el escaso crédito que aún conservaba el Estado.[23]

Con semejante panorama a la vista, el discurso neoliberal (profundamente antiestatista y pro-mercado) ganó adeptos rápidamente en Latinoamérica durante la década pasada. Sus partidarios aseguraban que el desmantelamiento del viejo Estado Benefactor redundaría en beneficios tanto para la sociedad como para el sistema democrático. Así, por ejemplo, se llegó a decir que las privatizaciones promoverían una democratización de la economía al dividir los paquetes accionarios de las empresas estatales entre pequeños y medianos accionistas. “Desmintiendo estas expectativas –retruca Osvaldo Iazzetta- la experiencia probó que dichas políticas no promovían una mayor democratización del Estado [sino que] aumentaban las asimetrías sociales, transfiriéndose enormes recursos e instrumentos de regulación a grupos privados fuertemente
concentrados”.[24]

Se demostró, finalmente, que el mercado también tiene fallas -específicamente en lo que hace a la asignación de recursos y a la distribución de riqueza- y que una reducción del Estado no necesariamente conduce a una mejor democracia. En la medida en que los latinoamericanos comenzaron a percibir estas cuestiones se puso en marcha el aludido proceso de revalorización del Estado, esta vez como soporte de la democracia.

Estado y democracia: los cambios que se avecinan:

Según dijera Pier Paolo Portinaro recientemente, “...el Estado es una entidad colectiva de naturaleza y origen controvertidos. No es fácil identificar determinaciones del concepto que no resulten de algún modo reductibles, unilaterales, deformantes y que no hayan sido objetos de impugnación”.[25] En el Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas de Torcuato Di Tella se advierte, por su parte, que la definición de Estado ha gozado de múltiples caracterizaciones y cambios a lo largo del tiempo, lo cual ha hecho pensar a teóricos de fuste (como Hens Kelsen) que “es poco menos que imposible el uso de la palabra” y que resulta “estéril emprender la lucha por tal concepto”.[26]

En un todo de acuerdo con estas apreciaciones, en el presente ensayo se ha evitado formular o reproducir conceptos sobre el mismo, pasando a ocuparnos de su figura tan sólo desde una perspectiva histórica, esto es, en relación al vínculo que ha mantenido en el tiempo con la democracia. Más tomar este camino, lejos de evitarnos un obstáculo nos ha hecho enfrentarnos a muchos otros. Determinar el origen del Estado, en este sentido, constituye de por sí todo un problema repleto de innumerables ramificaciones muchas veces inexploradas: ¿Existen Estados antiguos o tan sólo modernos? ¿Qué fue primero, la cosa o la palabra? ¿Cuándo fue la primera vez que se asoció el término Estado con la democracia directa e indirecta? ¿Cómo explicar el profundo halo de estima y respeto que rodea hoy a la democracia, después de dos milenios de continuo desprestigio y rechazo? ¿Qué grado de perdurabilidad histórica cabría augurarle a este fenómeno? Y lo que es más importante todavía: ¿Qué acciones deberían encarar los Estados latinoamericanos para consolidar su flamante cultura democrática?

Naturalmente, no intentaremos responder estas preguntas. Nuestro objetivo, tal como mencionamos al comenzar, consistía en efectuar una aproximación descriptiva al prolongado proceso de transición desde la polis griega hasta el moderno Estado liberal de derecho, a los efectos de favorecer la comprensión del intrincado vínculo existente entre Estado y democracia en el presente. Pues bien, el cuadro hasta aquí descripto sugiere que el mencionado vínculo todavía se encuentra redefiniéndose, en la medida en que la globalización está sentando las bases “para la configuración de una polis novedosa de unidad territorial y poblacional más amplia y de carácter supranacional: los Estados región”.[27]

No hace falta ser un especialista para notar la profunda crisis de representatividad que atraviesan los partidos políticos en Latinoamérica. Dicha crisis se manifiesta, fundamentalmente, en una crítica a los métodos de selección de candidatos y al clientelismo y al nepotismo como métodos usuales para captar votos y permanecer en el poder. Llama la atención, sin embargo, que esta crisis no afecte a la democracia en lo absoluto. Salvo contadas excepciones, todas las personas parecen estar de acuerdo respecto de las bondades del sistema democrático.

¿Podrá romperse este poderoso consenso en torno a la democracia? La ausencia de reajustes institucionales en el interior de los Estados-nación luego de los cambios geopolíticos ocurridos durante las últimas décadas hacen temer lo peor. En este sentido, desde sus inicios la modernidad tuvo como base al Estado-Nación. Este anclaje territorial determinó, primeramente, que los mecanismos institucionales utilizados por la democracia para la toma de decisiones tuvieran un alcance estrictamente nacional (es decir, que no exista la democracia fuera de los límites de la nación) y, en segundo lugar, que el factor definitorio para acceder a la condición de ciudadano esté determinado exclusivamente por la pertenencia o no a una determinada unidad territorial de carácter nacional.

Actualmente ambos aspectos constitutivos de la democracia –soberanía y ciudadanía- se encuentran en crisis merced al surgimiento de diversas instituciones de carácter supranacional, tales como la Unión Económica Europea, el NAFTA y el MERCOSUR. Al parecer, asistimos a un momento clave de la historia, similar al que se vivió en Europa cuando se pasó del viejo sistema feudal a los primeros Estados nacionales. ¿Será posible que, así como el Estado-nación transformó a la democracia directa de los griegos en una democracia representativa, el cambio de escala que se avecina en las unidades territoriales de carácter nacional transforme a los modernos regímenes democráticos en entidades totalmente diferentes?

Desde mi perspectiva, la pronta irrupción de los Estados-Región en la arena política local planteará nuevos problemas y desafíos a la democracia, obligándola a reformularse. Resta saber, lógicamente, que tipo de cambios sobrevendrán en los diseños institucionales de nuestras naciones, que nuevas prácticas y mecanismos decisionales serán los que deberán poner en práctica los distintos sistemas democráticos de Latinoamérica para poder compenetrarse con los nuevos Estados-región.

Demás está decirlo, así como se necesitaron más de dos mil años para pasar de la polis griega al Estado-Nación sin prescindir de la democracia, no se puede esperar que los reajustes institucionales que se avecinan acontezcan rápido. La posmodernidad nos lleva hacia un nuevo tipo de comunidad política de fronteras abiertas, en donde la existencia de grandes grupos de inmigrantes en el interior de los Estados nacionales promoverá una nueva forma de gobierno, mucho más democrática, participativa y universal que la actual. Como profesionales de las Ciencias Sociales, y ciudadanos en general, nos encontramos moralmente obligados a pensar estos cambios, a los efectos de que lleguen bajo la forma de puentes que acorten la amplísima brecha existente entre representantes y representados.


Bibliiografía:


Bibliografía específica:

q AGUILAR, Enrique. “Benjamin Constant y el debate sobre las dos libertades”, Libertas No 28, Buenos Aires, 1998.
q CONSTANT, Benjamin. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” (1819), en Del Espíritu de conquista, Editorial Tecnos, Madrid, 1988.
q GARCÍA DELGADO, Daniel. “Estado-nación y globalización. Fortalezas y debilidades en el umbral del tercer milenio”. Editorial Ariel. Buenos Aires. 2000.
q IAZZETTA, Osvaldo. “Estado y democracia: repensando un vínculo necesario”, C. M. Vilas, O. Iazzetta, K. Forcinito y E. Bohoslavsky, Estado y política en la Argentina actual. Buenos Aires, Prometeo, Universidad Nacional de General Sarmiento.
q MAQUIAVELO, Nicolás. “El Príncipe”. Grupo Editorial Norma. Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. 1993
q O´DONNELL, Guillermo. “Régimen y Estado en la teoría democrática”, Temas y Debates, No 4-5. Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Universidad Nacional de Rosario. Rosario. Julio de 2001.
q PORTINARO, Pier Paolo. “Estado. Léxico de política”. Editorial Nueva Visión. Buenos Aires. 2003.
q ROUSSEAU, Jean Jacques. “El Contrato Social”. Editorial Panamericana. Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. 1993.
q SARTORI, Giovanni. “¿Qué es la democracia?”. Editorial Taurus. Buenos Aires. 2003.
q STRASSER, Carlos. “La democracia versus el poder”, en Sociedad, No 8. Facultad de Ciencias Sociales. UBA. Buenos Aires. 1996.

Bibliografía complementaria:

q DE LA VEGA. Julio César. “Diccionario Consultor Político”. Tomo Rojo. Librograf Editora S.R.L. Buenos Aires. 1994.
q DI TELLA, Torcuato S. (Supervisión). GAJARDO, Paz. GAMBA, Susana y CHUMBITA, Hugo. “Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas”. Puntosur Editores. Buenos Aires. 1989.
q GAMBA, Walter Dante. “Introducción a las Ciencias Políticas”. Teorías Políticas y la Política Real”. IMPSA Ediciones. Buenos Aires. Marzo de 1983.
q RODRIGUEZ VARELA, Alberto. “Historia de las Ideas Políticas”. A-Z editora. Buenos Aires. Octubre de 1995.
q UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO. FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES. Apuntes para la Cátedra de Doctrinas Políticas II. Titular: Lic. Juan Antonio González. Carrera de Ciencia Política y Administración Pública. Mendoza. 2002.

Notas al pie de pagina:

[1] Véase STRASSER, Carlos. “La democracia versus el poder”, en Sociedad, No 8. Facultad de Ciencias Sociales. UBA. Buenos Aires. 1996.
[2] IAZZETTA, Osvaldo. “Estado y democracia: repensando un vínculo necesario”, En C. M. Vilas, O. Iazzetta, K. Forcinito y E. Bohoslavsky. Estado y política en la Argentina actual. Prometeo, Universidad Nacional de General Sarmiento. Buenos Aires. Pág. 72.
[3] El Consenso de Washington fue un ámbito de discusión integrado por el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y distintas instituciones públicas y privadas de los Estados Unidos durante la década de 1990 con el fin de impulsar una serie de políticas económicas neoliberales conducentes al “desarrollo” de América Latina, a saber: disciplina fiscal, reordenamiento de las prioridades del gasto público, reforma impositiva, liberalización de las tasas de interés, tasa de cambio competitiva, liberalización del comercio internacional, liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas, privatización, desregulación y derecho de propiedad.
[4] Véase O´DONNELL, Guillermo. “Régimen y Estado en la teoría democrática”. En Temas y Debates, No 4-5. Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe. Julio de 2001.
[5] TOCQUEVILLE, Alexis de. “La Democracia en América”, citado por Mgter. Juan Antonio González. “Apuntes para la Cátedra de Doctrinas Políticas II”. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Universidad Nacional de Cuyo. Mendoza. 2002.
[6] CONSTANT, Benjamin. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, (1819). En Del Espíritu de conquista. Editorial Tecnos. Madrid. 1988. Pág. 68.
[7] AGUILAR, Enrique. “Benjamín Constant y el debate sobre las dos libertades”. Libertas No 28, Buenos Aires. 1998. Pág. 176. El subrayado es mío. Nótese el uso de la palabra Estado para referirse al gobierno de la polis.
[8] Sobran los ejemplos para ilustrar esta situación. Así, según relata el mismo Constant en su discurso, en la ciudad de Roma los censores públicos escudriñaban hasta el interior de las familias. En la República de Lacedemonia, por su parte, un joven recién casado no podía visitar libremente a su nueva esposa sin contar con el permiso de las autoridades correspondientes.
[9] SARTORI, Giovanni. “¿Qué es la democracia?” Editorial Taurus. Buenos Aires. 2003. Pág. 202.
[10] Ibídem, pp. 204-205.
[11] MAQUIAVELO, Nicolás. “El Príncipe”. Grupo Editorial Norma. Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. 1993. Pág. 15.
[12] SARTORI, Giovanni. Ob. cit. Pág. 202.
[13] PORTINARO, Pier Paolo. “Estado. Léxico de política”. Editorial Nueva Visión. Buenos Aires. 2003. Pág. 46.
[14] Discurso pronunciado en el Ateneo Real de París, en el año 1819.
[15] CONSTANT, Benjamin. Ob. cit. pp. 67 y 68.
[16] ROUSSEAU, Jean Jacques. “El Contrato Social”. Editorial Panamericana. Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. 1993. pp. 94-95.
[17] CONSTANT, Benjamin. Ob. cit. pág. 89.
[18] Véase al respecto el capítulo 5 de Walter Dante GAMBA. “Introducción a las Ciencias Políticas”. Teorías Políticas y la Política Real”. IMPSA Ediciones. Buenos Aires. 1983.
[19] IAZZETTA, Osvaldo. Ob. cit. pág. 72.
[20] BARRERA BUTELER, Guillermo E. “Capacidades institucionales de los entes intermunicipales”. En “Cooperación Intermunicipal en Argentina”. Instituto Nacional de la Administración Pública. (INAP) Editorial Universitaria de Buenos Aires. (EUDEBA) Primera Edición. 2001. Pág. 102.
[21] Para acceder a un análisis detallado de las actuales limitaciones que afronta el Estado-nación ver la obra de Daniel GARCÍA DELGADO, “Estado-nación y globalización. Fortalezas y debilidades en el umbral del tercer milenio”. Editorial Ariel. Buenos Aires. 2000.
[22] Ibídem. Pág. 19.
[23] No debe olvidarse el reciente pasado autoritario del Estado en América Latina, verdadero artífice del desprestigio que ostenta actualmente. Así, tan sólo en Sudamérica y durante las décadas del ´60, ´70 y ´80, hubieron golpes de Estado en Ecuador (1961-1979), Brasil (1964-1985), Argentina (1955-1958, 1962-1963, 1966-1973, 1976-1983), Perú (1968-1980), Bolivia (1971-1978 y 1980-1982), Chile (1973-1990) y Uruguay (1973-1985). Durante este prolongado lapso de tiempo, solamente Venezuela y Colombia permanecieron dentro del sistema democrático, lo cual no implica que sus gobiernos se hayan mantenido ajenos al uso de mecanismos represivos durante sus gestiones.
[24] IAZZETTA, Osvaldo. Ob. cit. Pág. 68.
[25] PORTINARO, Pier Paolo. Ob. cit. Pág. 17.
[26] Citado por Eduardo H. PASSALACQUA. En DI TELLA, Torcuato S. (Supervisión), GAJARDO, Paz, GAMBA, Susana y CHUMBITA, Hugo. “Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas”. Puntosur Editores. Buenos Aires. 1989. Pág. 206.
[27] GARCÍA DELGADO, Daniel. Ob cit. Pág. 19.

"La organización política de la comuna en Norteamérica".


“Es en la comuna donde reside la fuerza de los pueblos libres. Las instituciones comunales son a la libertad lo que las escuelas primarias vienen a ser a la ciencia; la ponen al alcance del pueblo; le hacen paladear su uso pacífico y lo habitúan a servirse de ella”.
Alexis de Tocqueville.
La Democracia en América.

IMPORTANTE: Para citar este artículo utilice el siguiente formato: COMPLETA, Enzo Ricardo. “La organización política de la comuna en Norteamérica. Acerca de Alexis de Tocqueville y su viaje, En: "Contribuciones a las Ciencias Sociales. Málaga (España): EUMED.NET - Universidad de Málaga., 2009. vol. Mayo Nº 4, p.1-12. ISSN 1988-7833

Vida y obra de Alexis de Tocqueville.

Alexis de Tocqueville nació en el año 1805 en el castillo de Verneuil, cerca de París, en el seno de una familia noble que contaba entre sus antepasados a hombres tan ilustres como al marqués de Malesherbes (su bisabuelo materno, quien fue guillotinado por los jacobinos durante el período del terror por haber defendido a Luis XVI) Chateaubriand (célebre escritor, embajador en Suiza de Napoleón Bonaparte y Ministro de Asuntos Exteriores de Luis XVIII) y Hervé, su padre, quien fue alcalde de Verneuil durante el Imperio, prefecto bajo el reinado de Carlos X y esposo de Louis Le Peletier de Rosanbo, hija de un presidente de Cámara del Parlamento de París.

De origen aristocrático, el joven Tocqueville creció en un ambiente culto y refinado, en donde el legitimismo, la nostalgia por los tiempos pasados y el resentimiento hacia aquellos revolucionarios que habían perseguido a sus familiares era moneda corriente. Lúcido y apasionado, dotado de una precoz inteligencia, rápidamente concluyó su carrera de abogacía en la prestigiosa Facultad de Derecho de París y, con tan sólo veintidós años, fue nombrado juez-auditor en el Tribunal de Versalles. Todo hacía suponer que el joven Tocqueville seguiría los pasos de su padre, manteniéndose fiel a la casa de los borbones. La revolución burguesa de 1830, sin embargo, marcaría un punto de inflexión en su vida.

El nuevo monarca, Felipe de Orleáns, se identificaba con los ideales de la revolución de 1789. Más aún, había pertenecido al Club de los Jacobinos y era hijo de Felipe Igualdad, el primo de Luis XVI que votó a favor de su ejecución. Como consecuencia de la revolución, los parientes de Tocqueville que se desempeñaban en el Estado presentaron su renuncia indeclinable. El joven magistrado, en cambio, juró fidelidad al nuevo régimen con desdén, lo cual lo colocó en una situación sumamente incómoda, tanto en lo político como en lo familiar.

Fue entonces cuando decidió realizar un viaje hacia los Estados Unidos de América junto a su amigo y compañero de trabajo Gustave de Beaumont. El motivo oficial del viaje –según manifestaron a sus superiores en el Ministerio del Interior- era el estudio del sistema penitenciario norteamericano implementado por el presidente Andrew Jackson, el cual se juzgaba ecuánime a los ojos de la aristocracia francesa. Sus verdaderos propósitos, sin embargo, eran muy diferentes. Para Alexis de Tocqueville resultaba indispensable observar el funcionamiento de la democracia, la cual avanzaba a pasos agigantados modificando leyes, costumbres y sentimientos.

La primera parte de La democracia en América, publicada en el año 1835, fue elaborada por Tocqueville con posterioridad a este viaje. En dicha obra analizó la vida política de los Estados Unidos de América a la luz de la influencia ejercida por el principio democrático de la igualdad de condiciones. La segunda parte, mucho más abstracta y universal que ilustrativa respecto de la vida dentro de la sociedad norteamericana, acabó publicándose en 1840. Ambos ejemplares, especialmente el primero, le granjearon un considerable prestigio académico a su autor. En este sentido, llegado el año 1838 fue elegido miembro de la Académie des Sciences Morales et Politiques y, tres años más tarde, de la Académie Francaise. En 1839, por su parte, ocupó una banca en la cámara de diputados representando al distrito de Valognes, cargo en el que permaneció hasta 1848 luego de ser reelecto en varias oportunidades. Defensor a ultranza del principio de soberanía público, ese mismo año pronunció su discurso más famoso como legislador, en el cual atacó al régimen burgués de Guizot por su corrupción e insensibilidad social vaticinando la llegada inminente de una revuelta popular. Desgraciadamente, nadie le hizo caso hasta que fue demasiado tarde. Un mes después estallaba la revolución y se proclamaba la Segunda República.

El caos inicial en el que quedó sumido el gobierno provisional francés angustió sensiblemente a Tocqueville, quien había pronosticado los problemas que aquejaban a su nación. La pronta asunción de Luis Napoleón Bonaparte lo preocupó más todavía. Electo legislador por el distrito de La Mancha, desde su banca se manifestó contrario a la política imperialista y centralizadora del nuevo monarca. Durante los primeros años de su régimen, sin embargo, aceptó desempeñarse como Ministro de Asuntos Exteriores de la corte, cargo en el que permaneció muy pocos meses debido a su franca oposición al golpe de Estado de 1851.

Tras ser encarcelado durante un breve período de tiempo, Tocqueville fue inhabilitado para ocupar todo tipo de cargos públicos. Sin otra alternativa que el exilio, dedicó los últimos años de su vida a escribir. Su última gran obra, El Antiguo Régimen y la Revolución, fue iniciada durante una de sus primeras crisis tuberculosas que lo llevarían a la tumba en Cannes, el 16 de abril de 1859. A contramano de sus conjeturas, la Francia que dejaba no parecía encaminarse hacia la democracia, el autogobierno y la igualdad de condiciones. El ciclo de revoluciones que se reproducía en su país de manera ininterrumpida desde hacía más de setenta años no había hecho más que ungir a monarquías e imperios.

El presente ensayo pretende contribuir al conocimiento del sistema comunal norteamericano. Un tema ciertamente refrescante para la ciencia política y la administración pública en tanto disciplinas que tienen a cargo la difícil tarea de reducir la creciente complejidad social, acercando a representantes y representados.


Estado social de los norteamericanos.

El 11 de mayo de 1831 arribaban a la isla de Manhattan, Nueva York, Alexis de Tocqueville y Gustave de Beaumont. Permanecerían en América nueve meses aproximadamente, período durante el cual recorrieron diversas ciudades fabriles del norte hasta llegar a Québec, y también del sur, como Tennessee, Alabama, Georgia y Nueva Orleáns. Por una serie de contratiempos no atravesaron el río Mississippi, aunque se percataron de la lenta marcha del pueblo norteamericano hacia el Océano Pacífico.

Durante su travesía por la Unión ambos viajeros observaron el funcionamiento de la democracia, admirándose a cada paso de la poderosa influencia que ejercía el principio de igualdad de condiciones sobre las leyes y costumbres que regulaban la vida de los angloamericanos. Así, según cuenta Tocqueville en uno de los capítulos iniciales de La Democracia en América, “a pesar de encontrarse en vigencia la ley de representación no fue nunca aplicada en las comunas”. Los asuntos locales se resolvían diariamente en la plaza pública, al mejor estilo ateniense.

Este gusto natural de los estadounidenses por el autogobierno, sumado a las impensadas consecuencias que trajo la aplicación de la ley de sucesiones, desempeñaron para el escritor francés un papel determinante en la construcción del estado social profundamente igualitario que ostentaban los norteamericanos a comienzos del siglo XIX. En este sentido, la obligación impuesta a las familias de repartir por igual los bienes del padre entre todos sus hijos derivó en una verdadera revolución de la propiedad: a partir de su promulgación las tierras no dejaron de achicarse con el paso de las generaciones puesto que por ley se prohibía su íntegro traspaso al hijo mayor de la familia. Una vez muerto el padre, sus heredades debían fraccionarse en tantas partes como descendientes hubiera.

Como no podía ser de otra manera, Tocqueville refleja en su obra la ira que provocó la sanción de esta ley en ciertos sectores aristocráticos tanto de la sociedad europea como norteamericana, quienes acusaron a la democracia de “favorecer los intereses de una mayoría pobre en detrimento de los ricos”. Ahora bien, lejos de apoyar a aquellos críticos de la democracia que en el gobierno de los muchos veían la destrucción inevitable de todos los derechos de propiedad, Tocqueville se limitó a demostrarles su error pintándoles un vivo retrato de la vida diaria norteamericana. Prueba de ello es el prefacio a su obra más famosa, en donde el joven autor se preocupó por señalar que en el país democrático más avanzado del mundo los derechos de la propiedad gozaban de mayores garantías que en ninguna otra parte.

Ahora bien, no todo en Tocqueville son halagos y alegres invitaciones a Europa a adoptar el sistema democrático. Como bien señala Hayden White, su estrategia al escribir La Democracia en América no era otra que la de inyectar en el mundo estático de la Francia orleanista un doble antídoto: contra el miedo a la democracia y contra la devoción irreflexiva por ella. Según este autor, Tocqueville se proponía “calmar los temores de los reaccionarios mostrando la medida en que la democracia era endémica en la historia europea, y al mismo tiempo moderar el entusiasmo de los radicales revelando las fallas de la democracia pura que se había desarrollado en el Nuevo Mundo”.

Estas fallas de la democracia, a su entender, se desprendían del mal uso (o abuso) que se había hecho en Norteamérica del principio de igualdad de condiciones, el mismo principio que otorgaba un sinnúmero de placeres diarios a sus habitantes pero que a su vez los hacía pasibles de padecer ciertos males como la centralización administrativa, el individualismo y la tiranía de la mayoría. De ahí que, llegado el momento de declarar la Independencia de la corona británica en el mes de julio de 1776, los representantes del Congreso Continental no hayan dudado en dejar por escrito las siguientes verdades evidentes, auténticos resguardos institucionales contra las asimetrías que podrían derivarse de la democracia en el futuro:

“Que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad”.

Resulta importante subrayar que quienes redactaron este documento (John Adams, Benjamín Franklin, R. Sherman, R. Livingston y Thomas Jefferson) se encontraban en un todo de acuerdo con los principios que motivaron la Declaración de Derechos de Virginia, aprobada con anterioridad a la Declaración de la Independencia. Este documento, inspirado en el pensamiento de John Locke, comenzaba de la siguiente manera:

“Todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes y tienen ciertos derechos innatos, de los cuales, cuando entran en un estado de sociedad, no pueden privar o desposeer a su posteridad por ningún pacto, a saber: el goce de la vida y la libertad, con los medios de adquirir y poseer la propiedad y de buscar y obtener la felicidad y la seguridad”.

Ambos documentos revelan el origen de las ideas en boga al momento en que Tocqueville y Gustave de Beaumont hicieron pie en el Nuevo Mundo. Indudablemente los ingleses Sydney y Locke habían dejado sentir su influencia en la sociedad norteamericana. Su liberalismo político, en este sentido, fue la causa que originó que en América “se confundieran las clases, se abatieran las barreras levantadas entre los hombres, se dividiera el dominio, se compartiera el poder, se esparcieran las luces y se igualaran las inteligencias”. He ahí, para Tocqueville, la verdadera causa por la que en América del Norte la aristocracia no había echado raíces. Al menos no todavía...

De acuerdo al joven Alexis, los primeros peregrinos en llegar al continente americano se constituyeron como una sociedad política de iguales dependiente de la corona británica, por cierto, aunque marcadamente autónoma en lo que concernía al gobierno de sus propios intereses. “De hecho -sostiene Helena Béjar- la monarquía bien podía ser la ley del Estado, pero era la república lo que latía en el municipio”. Mucho tuvo que ver en esto el punto de partida afortunado de sus sociedades. En este sentido, a diferencia de lo que ocurrió con la mayoría de las naciones europeas, la nación estadounidense tuvo la suerte de surgir y hacerse fuerte sin la presencia de Estados vecinos que se mostraran hostiles. En consonancia con lo anterior, para Raymond Aron “la sociedad norteamericana [en sus orígenes] tuvo la excepcional ventaja de poseer el mínimo de obligaciones diplomáticas, y de correr el mínimo de riesgos militares. Al mismo tiempo –agrega- esta sociedad fue creada por hombres que, dotados del equipo técnico completo de una civilización desarrollada, se establecieron en un espacio amplísimo. Esta situación sin igual en Europa es una de las explicaciones de la ausencia de aristocracia y de la primacía asignada a la actividad industrial”.

Como puede advertirse, para Alexis de Tocqueville Estados Unidos de América fue creado bajo circunstancias ideales. A la ausencia inicial de la metrópoli inglesa y de cualquier otra nación que pusiera en peligro las fronteras, los colonos añadieron la ventaja de fundar sus sociedades sobre la base del principio de igualdad de condiciones, esto es, en absoluta contraposición al legado monárquico inglés.

La noción de soberanía popular, traída a las colonias por los famosos Padres Peregrinos, forma parte de este mismo punto de partida venturoso que permitió a los angloamericanos llegar a la democracia sin sufrir revoluciones democráticas, y nacer iguales sin la necesidad de llegar a serlo. Dicha noción, según Tocqueville, se encontraba más presente y activa en los Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XIX que en ninguna otra nación del mundo. Más no siempre esto fue así: mientras las colonias se mantuvieron leales a la metrópoli inglesa, el principio de la soberanía popular debió ocultarse largamente en las asambleas provinciales y comunales. Fue recién luego de la Declaración de la Independencia que el mismo salió a la luz y se apoderó del gobierno norteamericano en todos sus niveles.


Porqué las comunas, porqué Nueva Inglaterra.

Promediando la época en la que Tocqueville visitó los Estados Unidos, tres centros de poder concentraban la vida política de los angloamericanos: el Estado, el condado y la comuna. Entre ellos, el último era el que encerraba la mayor parte del poder administrativo por encontrarse más próximo a las necesidades de la sociedad local. Ahora bien, a diferencia de lo que ocurría en la comuna de Francia, en donde el alcalde era el único funcionario administrativo visible, en las comunas norteamericanas el poder administrativo se encontraba dividido en numerosas manos, de ahí que no se advirtiera fácilmente su presencia aunque sí sus innumerables efectos.

Esta dispersión del poder administrativo que se daba en las comunas norteamericanas contrasta sensiblemente con el régimen monárquico de Europa, en donde la dimensión gubernamental era hegemónica o no era. A contramano de lo que ocurrió en países como Francia e Inglaterra, en los Estados Unidos la comuna se creó antes que el condado, el condado antes que el Estado y el Estado antes que la Unión. Y si bien para algunos aristócratas del viejo continente esto podía resultar novedoso e incluso artificial, para Tocqueville era de lo más natural. Escuchémoslo referirse a respecto:

“La comuna es la única asociación que se encuentra de tal modo en la naturaleza, que dondequiera que hay hombres reunidos, se forma por sí misma... La sociedad comunal existe en todos los pueblos, cualesquiera que sean sus usos y sus leyes; el hombre es quien forma los reinos y crea las repúblicas; la comuna parece salir directamente de las manos de Dios”.

Ahora bien, que las comunas hayan surgido de manera libre en Norteamérica no implica necesariamente que en las mismas floreciera la libertad comunal. A decir verdad, en su mayoría se encontraban sensiblemente expuestas a las intromisiones del poder central. Su independencia político-financiera, en este sentido, dependía de la capacidad que tuvieran para cristalizar en las ideas y costumbres populares, o lo que es más difícil aún, en las leyes del Estado y la Unión. Este requerimiento, tan arduo de cumplir que en Europa ni siquiera se había logrado una sola vez en la historia, era más que frecuente en América del Norte. En dicho lugar las comunas no sólo eran antiguas y fuertes a través de las costumbres sino también a través de las leyes, destacándose entre todas ellas la comuna de Nueva Inglaterra en donde los principios organizativos que regulaban la vida local habían experimentado un desarrollo más considerable que en cualquier otra parte.

Así, según afirma Tocqueville en la primera parte de La Democracia en América, a medida que se bajaba hacia el sur de Nueva Inglaterra la vida comunal se volvía menos activa y despierta. En el Estado de Nueva York, por ejemplo, las comunas tenían menos magistrados. En Pensilvania, por su parte, las asambleas comunales eran poco frecuentes, la influencia de la población sobre los asuntos locales menos directa, y el poder de los magistrados con relación a sus electores comparativamente más grande que en el norte.

La causa de este fenómeno tan particular debía buscarse, a su sensato entender, en el escaso nivel de cultura que ostentaban los habitantes del sur en comparación con sus pares del norte. En este sentido, tras recorrer las comunas de Nueva Inglaterra y conversar con sus habitantes el joven magistrado pudo comprobar que los mismos habían pertenecido a estratos sociales medios y acomodados de la madre patria. Hombres de moral y buenas costumbres, en general habían gozado de una excelente educación en su país de origen. Su partida, de esta forma, no se debió a la necesidad o al deseo de acrecentar riquezas. A diferencia de los colonos que se afincaron en el sur –en su mayoría buscadores de oro, gente sin recursos y sin disciplina- las motivaciones que los llevaron a cruzar el Océano Atlántico fueron estrictamente intelectuales: “al exponerse a los rigores inevitables del exilio –dirá Tocqueville-querían hacer triunfar una idea”.

¿Pero qué idea? No la aristocracia, ciertamente. Como advertimos con anterioridad, su germen dañino no fue nunca introducido en esta parte de la Unión. Los primeros colonos que se asentaron en Nueva Inglaterra eran hombres libres y fuertes cuyos intereses giraban en torno de la búsqueda del orden y la tranquilidad social. De religión puritana, comulgaban con una ética política que propendía a la eliminación del absolutismo monárquico y al establecimiento de asambleas populares representativas. De ahí que optaran por fundar una institución gubernativa que se amoldara a sus verdaderos ideales y valores. La idea que prevaleció fue el espíritu independiente de los colonos, su tendencia a administrarse por sí solos.

En el apartado siguiente nos adentraremos en el examen de la comuna de Nueva Inglaterra, unidad de análisis central de Alexis de Tocqueville en su estudio sobre el funcionamiento de la democracia en la sociedad norteamericana.


Organización comunal de Nueva Inglaterra.

El condado norteamericano, de acuerdo a las apreciaciones de Tocqueville, se asemejaba bastante al distrito de Francia en cuanto a su tamaño y ordenación política. Creado con fines exclusivamente administrativos, su existencia política era poco menos que nula ya que se encontraba supeditada a un pequeño numero de casos previstos de antemano por las autoridades estatales, entre ellos: la administración de justicia (cada condado tenía una Corte), la ejecución de los fallos (por parte del sheriff) y la administración de la cárcel.

En relación a las comunas, su extensión territorial ocupaba el término medio entre el cantón suizo y la commune de Francia. Compuestas de no más de tres mil habitantes cada una, eran lo suficientemente pequeñas como para que sus electores pudieran reunirse periódicamente en la plaza pública de su ciudad a deliberar sobre diversas cuestiones de interés general.

Soberanas en todo lo que se refería a ellas, las comunas norteamericanas funcionaban como verdaderas naciones independientes dentro del territorio de la Unión: confeccionaban su propio presupuesto, recaudaban múltiples impuestos (incluso aquellos que por ley no les pertenecían), elegían a sus propios gobernantes y no se sometían a las disposiciones del Estado o de la Unión salvo que mediara un interés que el magistrado dio en llamar social, esto es, compartido con los habitantes de otras localidades. Por ejemplo: llegado el caso que el gobierno del Estado solicitara una determinada suma de dinero a un grupo de comunas para solventar la realización de una obra pública que beneficiaría al condado, ninguna de ellas podía rehusarse a otorgarlo.

Así, si el Estado quiere abrir una carretera, la comuna no es dueña de cerrarle su territorio. Si quiere hacer un reglamento de policía, la comuna debe ejecutarlo. Si desea organizar la instrucción sobre un plan uniforme en toda la extensión del país, la comuna está obligada a crear las escuelas pedidas por la ley.

Esta obligación, al decir de Tocqueville, es ciertamente poderosa. Más con su imposición el gobierno del Estado no hace otra cosa que decretar un principio general. Para todo lo que sea ejecución de los mandatos la comuna recupera el ejercicio pleno de su autonomía. Así, si el Estado ordena a una comuna la construcción de una escuela, será la comuna y no el Estado quien se encargue de construirla, pagarla y dirigirla.

Con estos ejemplos de la vida diaria comunal, Tocqueville quiere hacer notar al lector francés hasta que punto era diferente su sociedad respecto de la sociedad estadounidense. En la primera, el recaudador del Estado recolectaba los impuestos comunales, en Norteamérica el recaudador de la comuna es quien recogía los impuestos del Estado. En Francia cuando alguien quería influir en la marcha del Estado obraba por medio de representantes, en las comunas de Nueva Inglaterra, por ejemplo, la ley de representación no se encontraba admitida. Como consecuencia, sus comunas se gobernaban sin consejos deliberativos municipales, cámaras o institución que se le parezca.

¿Y cómo se tomaban las decisiones locales, entonces? Muy simple, una vez que el cuerpo electoral de la comuna (entiéndase los propietarios) nombraba a sus magistrados, se encargaba de dirigirlos y controlarlos hasta en los aspectos más mínimos. De esta forma, cada comuna contaba con un gran número de funciones públicas a cargo de unos pocos individuos elegidos anualmente llamados select-men. Estos funcionarios –sobre los cuales recaía la mayor parte del poder administrativo de la comuna- se encontraban obligados a cumplir con ciertos deberes emanados de la autoridad estatal (por ejemplo, formar las listas electorales en su comuna) así como también, a ejecutar los mandatos derivados de la voluntad popular comunal.

Si alguno de ellos deseaba realizar una obra o acción que no les había sido expresamente encomendada por el cuerpo electoral, el select-men debía convocar a la totalidad de los electores de la comuna quienes, reunidos en asamblea (town-meeting), debían escuchar sus argumentos y resolver al respecto. En caso de prosperar la iniciativa, la asamblea debía votar el impuesto que fuera necesario y confiar su ejecución al susodicho funcionario. Finalmente, si diez o más electores confeccionaban un proyecto nuevo podían convocar a una asamblea extraordinaria de propietarios en cuyo caso el select-men no podía negarse a presidirla y, eventualmente, a tomar los recaudos necesarios para llevar a la práctica el proyecto presentado.

Para ello contaba con la ayuda de un enorme número de magistrados distribuidos en diecinueve grandes funciones, entre ellos: un oficial constable (jefe de la policía, vigilante de los lugares públicos y del cumplimiento material de las leyes), un oficial escribano (responsable de registrar todas las deliberaciones y de llevar nota de las actas del registro civil), un cajero (guardián de los fondos comunales), un vigilante de los pobres (a cargo de la ejecución de la legislación relativa a los indigentes), diversos comisarios (como el de escuelas, encargado de dirigir la instrucción pública, y el de parroquias, administrador de los gastos asignados al culto), asesores y colectores (encargados de establecer los impuestos y de recaudarlos, respectivamente) e inspectores (de diversas clases, encargados algunos de dirigir los esfuerzos en caso de incendios, inundaciones o sequías, otros de velar por las cosechas, por los bosques, por el mantenimiento de las vías públicas, por los pesos y las medidas, etc.)

Como puede apreciarse, las comunas de Nueva Inglaterra gozaban de una excelente salud cívica. Sus instituciones estaban repletas de hombres dispuestos a relegar su vida privada para ocuparse de lo público. Para ellos, la antigua costumbre inglesa del autogobierno (self-government) era sagrada. Gracias a la misma lograron independizarse de la corona británica, crearon sus instituciones y establecieron sus sociedades.

Afortunadamente para nosotros, esta costumbre no quedó relegada en el interior de las comunas de Nueva Inglaterra sino que se propagó con ligereza hacia los Estados vecinos. Promediando la época en la que Alexis de Tocqueville visitó los Estados Unidos, ejercía su influencia sobre toda la Confederación.

Consideraciones finales:

Alexis de Tocqueville no escribió su libro sobre la democracia en América por una simple curiosidad investigativa, sino más bien, porque avizoraba su pronta llegada a Europa. Conocedor de la historia, sabía que la misma avanzaba desde la centralización monárquica hacia la igualdad, desde la sociedad estamental hacia la nivelación de los status. Ningún acontecimiento o proceso histórico ocurrido en el viejo continente a lo largo de las últimas centurias había hecho prever lo contrario al joven escritor. Escuchémoslo referirse al respecto:

Las cruzadas y las guerras de los ingleses diezman a los nobles y dividen sus tierras; la institución de las comunas introduce la libertad democrática en el seno de la monarquía feudal; el descubrimiento de las armas de fuego iguala al villano con el noble en el campo de batalla; la imprenta ofrece iguales recursos a su inteligencia; el correo lleva la luz, tanto al umbral de la cabaña del pobre, como a la puerta de los palacios; el protestantismo sostiene que todos los hombres gozan de las mismas prerrogativas para encontrar el camino del cielo…

De acuerdo a Tocqueville, todos estos grandes descubrimientos técnicos y acontecimientos políticos de la historia reciente europea evidencian la existencia de una tendencia irrefrenable hacia la democratización y la nivelación de las clases, una suerte de derrotero político común para las monarquías occidentales que, de acuerdo a sus previsiones, se difundiría rápidamente por el mundo tal cual ocurrió con los Estados de América del Norte.

Con este horizonte a la vista, deseoso de compartir con sus compatriotas las valiosísimas experiencias que había recogido en su estadía en el Nuevo Mundo, se dispuso a escribir lo que a la postre sería su obra más afamada, La Democracia en América, un estudio sistemático y empírico sobre la sociedad moderna norteamericana a la luz de las transformaciones que había provocado la democracia sobre la cultura, costumbres y valores de los angloamericanos.

Desde un comienzo centró su mirada en la comuna, germen de la libertad que ostentaban los antiguos colonos ingleses y sus descendientes americanos. Según Tocqueville, en los Estados Unidos se había instaurado un nuevo tipo de federalismo cimentado en una profusa descentralización de sus Estados en condados y comunas. Como consecuencia, rara vez se necesitaba la presencia de un funcionario nacional o estatal en el ámbito municipal. Las decisiones que concernían a la comuna se tomaban en la comuna, sin excepción. Si en ella había paz y prosperidad material era gracias a la descentralización administrativa de la que tanto se asombraban los visitantes de Francia, una nación de ciudadanos libres (tanto en el sentido antiguo como moderno del término, según Benjamín Constant) que había logrado derribar al Antiguo Régimen pero que al cabo de unos años había vuelto a ser gobernada desde el centro, mediante estatutos y reglamentos que poco y nada contemplaban la diversidad de sus distritos

He ahí el eje del análisis sociológico de Tocqueville sobre la sociedad francesa. A su entender, las revoluciones que se acercaban en Europa serían aquellas que señalen el paso desde las antiguas monarquías a los gobiernos democráticos. O en otros términos, de acuerdo a Raymond Aron, las próximas revoluciones sobrevendrían como consecuencia de “la resistencia de las instituciones políticas del pasado al movimiento democrático”. Según este autor, así como la Francia del Antiguo Régimen era simultáneamente entre todas las sociedades europeas la sociedad en la cual la libertad política era menor, en donde la sociedad se encontraba más cristalizada en instituciones tradicionales que se correspondían cada vez menos con la realidad, era también la sociedad más democrática, aquella en la cual la tendencia a la uniformidad de las condiciones y a la igualdad social de las personas y los grupos era más acentuada.

Y esto es importante, justamente, porque para Tocqueville las revoluciones acontecen cuando la situación de una nación mejora, no cuando recrudece. De ahí que alertara a sus compatriotas al respecto, después de todo la democracia se encontraba a sus puertas y todavía no se había tomado ningún resguardo institucional al respecto.

Sólo inmersos en este contexto histórico-político de Europa, en general, y de Francia, en particular, es que puede entenderse las motivaciones que dieron origen a La Democracia en América. Desde este enfoque, considero, es que releerse a la obra de Tocqueville y en especial a sus consideraciones sobre la organización política de la comuna en Norteamérica.





Bibliografía:


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