domingo, 14 de diciembre de 2008

De la polis griega a la simbiosis Estado-democracia. Presente y futuro del binomio en Latinoamérica



IMPORTANTE: Si desea citar algun párrafo de este articulo utilice el siguiente formato:
“De la polis griega a la simbiosis Estado-democracia. Presente y futuro del binomio en Latinoamérica”. Abstract y Ponencia en el CD del “VIII Congreso Nacional y I Congreso Internacional sobre Democracia. Desafíos y oportunidades para las democracias latinoamericanas”, organizado por la Facultad de Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales. Universidad Nacional de Rosario. 1, 2, 3 y 4 de septiembre de 2008. ISBN 978 – 950 – 673 – 684 -2. (2008)

Resumen:

Resulta usual, en la mayoría de los países latinoamericanos, hacer referencia al Estado democrático. Esta expresión, sin embargo, no debería ser usada de forma tan laxa pues conlleva una contradicción tan intrínseca como histórica. Si al presente vinculamos al Estado con el régimen democrático, esto es, si nos atrevemos a sugerir que un Estado fuerte no es necesariamente antidemocrático, es porque asistimos a la ocurrencia de un doble proceso político de carácter histórico. En primer lugar, de revalorización de la democracia como forma de gobierno, iniciado luego del ocaso de los regímenes dictatoriales que asolaron la región desde fines de los años ´50 y, en segundo, de revalorización del rol intervensionista del Estado, iniciado luego del fracaso de las políticas neoliberales dictadas por el Consenso de Washington durante la década del ´90.

El presente ensayo muestra como el desarrollo combinado de ambos procesos en Latinoamérica ha ocasionado que la brecha ideológica que otrora colocara al Estado y a la democracia en las antípodas de la política haya comenzado a desvanecerse velozmente. Asimismo, se incursiona en la redefinición del mencionado binomio conceptual a la luz de los problemas y desafíos que traerá aparejada tanto la globalización como la llegada de los emergentes Estados-región.

Introducción a la problemática.

Desde que sucumbió la última dictadura en Latinoamérica los políticos y politólogos de la región se han preocupado por fortalecer al Estado y a la democracia, ya sea desde la teoría y la praxis política como desde la legislación y el derecho. Ahora bien, frente a esta arrolladora avanzada política pocos son los que han reparado en la contradicción histórica que subyace en la vinculación de ambos términos. En este sentido, mientras que Estado supone desde siempre la idea de un sistema de dominación de una clase sobre otra, democracia implica la idea de autogobierno del pueblo, al estilo de la democracia directa de la polis griega y de sus posteriores reproducciones medievales.[1]

La génesis de esta polémica asociación de términos quizás radique en la fuerte unidad que la historiografía política hizo del régimen democrático con la mal llamada ciudad-Estado de los griegos. En este sentido, si bien el vínculo entre polis y democracia (en su forma directa) existió, al presente resulta incorrecto establecer lazos entre el Estado moderno y las efímeras ciudades de la antigüedad, verdaderas comunidades autárquicas basadas en la autogestión de la cosa pública.

La palabra democracia, cabe recordarlo, desapareció con posterioridad a la experiencia griega. Varias son las razones que permiten explicar este hecho. Así, el enorme poder terrenal adquirido por la Iglesia durante sus primeras centurias permitió transformar al antiguo ciudadano en un hombre de fe totalmente renuente a la idea de autogobierno. Un genuino cristiano -sostenían los primeros Pontífices- acataba antes la autoridad del representante de Dios en la tierra que la de una vulgar asamblea ciudadana. El surgimiento de distintos imperios y regímenes militares durante la Edad Media no hizo más que apuntalar este pensamiento, obstaculizando la aparición de cualquier teoría vinculada a la democracia. Durante esta época, el poder era despótico o no era. De ahí que el Estado no haya nacido bajo el signo de la democracia sino, más bien, de la mano de las monarquías absolutas del siglo XVII.

Si al presente vinculamos al Estado latinoamericano con el régimen democrático, esto es, si nos atrevemos a sugerir –junto con Osvaldo Iazzetta- “que un Estado fuerte no es necesariamente antidemocrático”,[2] es porque asistimos a la ocurrencia de un doble proceso sociopolítico de características multidimensionales. En primer lugar, de revalorización de la democracia como forma de gobierno, profundizado luego del ocaso de los regímenes dictatoriales que de manera encadenada asolaron la región desde finales de la década del cincuenta y, en segundo, de revalorización del rol intervensionista del Estado, iniciado luego del estrepitoso fracaso de las políticas neoliberales dictadas por el Consenso de Washington durante la década del noventa.[3]

Como trataremos de mostrar a continuación, el desarrollo combinado de ambos procesos en Latinoamérica ha ocasionado que la brecha ideológica que en su momento colocara al Estado y a la democracia en las antípodas de la política haya comenzado a desvanecerse. Una breve aproximación descriptiva al dilatado proceso de transición desde la polis griega hasta el moderno Estado-nación nos será de vital importancia a la hora de comprender el intrincado vínculo existente entre uno y otro término en la actualidad. Asimismo, nos proporcionará un punto de partida inmejorable para el análisis de los problemas y desafíos que deberá afrontar la democracia en el futuro, si es que pretende sobrevivir a los emergentes Estados-Región.


Democracia y libertad para los antiguos.

Según Guillermo O´Donnell, cuando hablamos de la democracia como régimen político hablamos básicamente de dos cosas: una que llamaríamos elecciones limpias, y otra, que este proceso electoral está rodeado de algunas libertades –libertad de expresión, libertad de asociación, de información- que hacen posible que las elecciones sean limpias.[4]

Más la libertad no es exactamente lo que los individuos desean en las sociedades democráticas. Ya lo dijo Alexis de Tocqueville tras su visita a los Estados Unidos a principios del siglo XIX: “el estado principal y continuado que desean los pueblos cuyo estado social es democrático es la igualdad. Quieren ser iguales en libertad y si no pueden serlo, lo quieren también en la esclavitud. Sufrirán la pobreza, la servidumbre, la barbarie, pero no sufrirán la aristocracia…”.[5] La igualdad fue la mayor invención de los norteamericanos. La libertad, en cambio, se gestó en Europa durante el transcurso de los siglos. Pero, ¿De qué hablamos exactamente cuando hablamos de libertad? ¿Significaba lo mismo la libertad para los griegos que para los revolucionarios franceses de 1789, a más de veintitrés centurias y setenta y cinco generaciones de distancia unos de otros? ¿Qué tipo de libertad tenemos hoy en día?

De acuerdo a Benjamin Constant (1767-1830) -una de las figuras más desconocidas e interesantes del liberalismo europeo del siglo XIX- la libertad para los antiguos “consistía en ejercer colectiva, pero directamente, muchas partes de la soberanía entera; en deliberar en la plaza pública sobre la guerra y la paz; en concluir con los extranjeros tratados de alianza; en votar las leyes, pronunciar las sentencias, examinar las cuentas, los actos, las gestiones de los magistrados, en hacerlos comparecer ante todo el pueblo, en acusarlos y condenarlos o absolverlos”.[6]

Ser libre para los griegos, en definitiva, consistía en abstenerse de realizar trabajos manuales (para ello las polis poseían una abundante mano de obra esclava) y dedicarle todo el tiempo posible a los asuntos comunes de la ciudad, esto es, a la participación política. Varias circunstancias hacían viable la existencia de este tipo de libertades en Grecia. Así, la escasa extensión de las ciudades de los primeros tiempos contribuyó a la instauración de sistemas políticos altamente participativos, en donde los ciudadanos se encontraban obligados a asistir a las asambleas y a ejercer, llegado el caso, las magistraturas. El exiguo número de integrantes de cada polis, por otra parte, hacía que el sufragio de cada ciudadano tuviera una influencia real en el resultado de las votaciones, lo cual convertía al acto de participar en la administración de justicia o en el gobierno en un verdadero placer diario.

Ahora bien, aunque los ciudadanos de las polis griega se considerasen hombres libres debido a que no malgastaban su tiempo en el campo, el hogar o la industria, no es mucha la diferencia que los separaba de sus esclavos. En este sentido, como bien señala Enrique Aguilar, “...nada había en el hombre antiguo que fuese independiente. Su cuerpo pertenecía al Estado y estaba consagrado a su defensa; su fortuna, a disposición de una eventual requisa. Ciudades había que prohibían el celibato y leyes que reglaban hasta la vestimenta”.[7] Era esa, y no otra la situación de sometimiento e indefensión en la que se encontraba el individuo en las comunidades democráticas de la antigüedad, preso de una voluntad general que, entre otras tantas aberraciones, lo obligaba a adorar a los dioses de su ciudad bajo pena de muerte u ostracismo.[8]

Con el estallido de la guerra del Peloponeso entre la ciudad de Esparta y la Liga de Delos (que se encontraba bajo la influencia de Atenas) comenzó la decadencia del mundo heleno y su forma de gobierno. La posterior invasión del rey de Macedonia, Filipo II, y de su primogénito, el emperador Alejandro Magno, terminó por sepultar a la polis y a la democracia. Y digo polis, cuando me refiero a la desaparición de las formaciones políticas de la antigua Atenas, Tebas y Esparta, porque la expresión ciudad-Estado les resulta completamente inapropiada. En este sentido, se coincide con las apreciaciones de Giovanni Sartori, para quien el referente de la democracia antigua no fue para nada una ciudad-Estado sino más bien una ciudad-comunidad, una ciudad sin Estado.[9] Y esto, básicamente, por dos grandes razones: en primer lugar, porque en las ciudades de la antigüedad no se diferenciaba entre la titularidad y el ejercicio del poder (lo cual generaba una vida política sin políticos, en donde los cargos públicos eran asignados vía sorteo, con una rotación rapidísima entre gobernantes y gobernados) y, en segundo, por la imposibilidad manifiesta (inherente al normal funcionamiento de la democracia directa) de que las polis extendieran sus fronteras o aumentaran sus poblaciones sin tener que renunciar a su sistema interactivo de gobierno.

De esta forma, existía una obligación insoslayable para todas las polis que quisieran seguir existiendo como tales: permanecer pequeñas, esto es, no crecer más allá de lo justo y necesario para que los mecanismos de la democracia directa siguieran funcionando de manera adecuada. Ahora bien, si tal cual sostiene Sartori, “la extensión es necesaria, si una ciudad sin territorio es una entidad no vital, entonces se hizo necesario pasar de la ciudad al Estado. Para realizar este tránsito sin perder la democracia, han sido necesarios más de dos mil años”.[10]

La libertad de los modernos.

Resulta sumamente arduo –por no decir arbitrario- establecer una fecha exacta que divida al mundo medieval del moderno. Muchos historiadores, no obstante, han insistido en señalar la toma de Constantinopla por parte de los turcos (en el año 1453) como el inicio de la Edad Moderna. Otros historiadores, mucho más sensatos a mi entender, han puesto su atención en una multiplicidad de factores que difícilmente puedan ser fechados en forma precisa, los cuales causaron que el oscuro y retraído hombre de la Edad Media comenzara a percibir al mundo de una manera radicalmente distinta, a saber: las Cruzadas, el debilitamiento de la Iglesia, la aparición de la burguesía como una nueva clase social y, por sobre todo, la decadencia del sistema feudal.

Este último factor, provocado por el sucesivo ensanchamiento de los dominios reales mediante la expropiación de territorios a los señores feudales, permitió a los monarcas agrupar sus tierras dentro de los límites del reino, recuperando su derecho soberano. Surgieron así las ideas de territorialidad y nacionalidad, muy vinculadas al significado moderno del término Estado, acuñado recién en el año 1513 por Nicolás Maquiavelo, quien lo utilizaba para hacer referencia a ciertas formaciones políticas propias de la antigua Italia.

“Todos los Estados -señala en el primer párrafo de El Príncipe- todos los dominios que ha tenido y tiene un imperio sobre los hombres, han sido y son o repúblicas o principados”.[11] A partir de esta célebre frase la palabra Estado (originalmente stati) hizo su aparición oficial en el vocabulario político. Más su utilización por parte del genial escritor florentino fue ciertamente fluctuante a lo largo de su obra, identificando algunas veces al Estado con el poder o autoridad que ejerce un soberano sobre una determinada población, y otras, con elementos exclusivamente territoriales o demográficos.

El proceso temporal a través del cual la palabra Estado fue ganando en nivel de abstracción hasta alcanzar la connotación que hoy le otorgamos fue sumamente lento. En este sentido, suele decirse que el término tardó tanto en afianzarse como la propia cosa en constituirse. “No lo encontramos en Bodin, teórico de la soberanía; Hobbes, por regla, decía commonwealth; y Estado no había sido escogido, todavía, en la Encyclopédie de Diderot y d´Alambert”.[12] En efecto, promediando el siglo XVI, el término status todavía no había podido reemplazar a respublica, no obstante, había comenzado a ser utilizsado para hacer referencia a “toda coagulación de poder con cierta estabilidad o permanencia en el tiempo”.[13]

Por todo lo dicho hasta aquí debería resultar claro que la palabra Estado -de por sí un neologismo- es de muy difícil precisión. En este sentido, cuando el vocablo hizo su aparición, su referente material no era todavía una comunidad organizada en base a un territorio definido, con un gobierno centralizado y un orden jurídico autónomo. Con la llegada de la modernidad esta situación comenzó a cambiar. El crecimiento lento pero constante de los territorios estatales sumado a la intensificación del comercio, al incremento en la división del trabajo y a la aparición de grandes masas humanas carentes de tiempo e interés para consagrar su vida a los asuntos públicos, dejaron abierta la puerta para el nacimiento de una compleja superestructura institucional de carácter burgués: el Estado moderno.

Como resultado de estas formidables transformaciones sociales, el concepto de libertad varió radicalmente del que profesaban los antiguos, orientado exclusivamente a la participación política del ciudadano en la cosa pública. A partir del surgimiento de la burguesía, los individuos comenzaron a exigir mayores cuotas de autonomía en su vida doméstica, rehuyendo del control tiránico que el gobierno (y la mayoría ciudadana) solía ejercer sobre su conducta y costumbres privadas.

Pero, ¿en qué consistía realmente la libertad para los modernos? Según expresara Benjamin Constant en su famoso discurso sobre “la liberté des anciens comparée á celle des modernes”,[14] la libertad para los modernos estaba vinculada “al derecho de no estar sometido sino a las leyes, a no poder ser detenido, ni preso, ni muerto, ni maltratado de manera alguna por el efecto de la voluntad arbitraria de uno o de muchos individuos; es el derecho de decir su opinión, de escoger su industria, de ejercerla, y de disponer de su propiedad, y aún de abusar si se quiere, de ir y venir a cualquier parte sin necesidad de obtener permiso, ni de dar cuenta a nadie de sus motivos o sus pasos; es el derecho de reunirse con otros individuos, sea para deliberar sobre sus intereses, sea para llenar los días o las horas de la manera más conforme a sus inclinaciones y caprichos; es, en fin, para todos el derecho de influir o en la administración del gobierno, o en el nombramiento de algunos o de todos los funcionarios, sea por representaciones, por peticiones o por consultas, que la autoridad está más o menos obligada a tomar en consideración”.[15]

Como puede apreciarse, las diferencias existentes entre la libertad para los antiguos y los modernos son irreconciliables. Las mismas surgen, en definitiva, de la transposición histórica de la polis al Estado, esto es, desde el reducido contexto político-social en el que se desenvolvía la búsqueda del bienestar en las antiguas ciudades griegas a su ampliado equivalente en los tiempos modernos. Así lo entendió Juan Jacobo Rousseau, para quien el crecimiento demográfico que se dio en los Estados con la llegada de la modernidad hizo de la política un campo cada vez menos asequible para las masas, aclimatando a la democracia a los nuevos tiempos. Escuchémoslo expresarse al respecto: “es contrario al orden natural que el mayor número gobierne y el pequeño sea gobernado. No se puede imaginar que el pueblo permanezca siempre reunido para ocuparse de los asuntos públicos, y se comprende fácilmente que no podría establecer para esto comisiones sin que cambiase la forma de la administración”.[16]

De lo anterior se deduce la imposibilidad práctica de que la democracia sea ejercitada en el siglo XVIII y XIX tal cual se lo hacía en el mundo heleno. El crecimiento geográfico de los Estados y la inconveniencia práctica de reunir diariamente a poblaciones altamente numerosas y dispersas hicieron necesaria la instauración de sistemas políticos representativos (indirectos) los cuales no son otra cosa que organizaciones “con cuyo auxilio una nación se descarga sobre algunos individuos de aquello que no quiere o no puede hacer por sí misma”.[17]

El desarrollo de la burguesía (consolidado por el derrocamiento del absolutismo monárquico) y la aparición del Estado liberal de derecho se encargaron de afirmar los principios del sistema representativo. El siglo XIX, de esta forma, estuvo marcado por el ascenso del liberalismo, el cual se expandió por el mundo al ritmo de los avances técnicos y científicos que dieron forma a la revolución industrial.[18] Por su intermedio se intimó al Estado a sujetar sus poderes arbitrarios, sometiéndolo a una serie de controles impuestos por leyes, estatutos y constituciones nacionales. Esta suerte de domesticación del Estado –en consonancia con el análisis rousseauniano- trajo aparejada la “atenuación de ciertas implicancias y potencialidades participativas de la democracia clásica que la tornaron aceptable para las nuevas condiciones históricas y las ideas dominantes”.[19] Como consecuencia, la idea de democracia comenzó a despegarse de los griegos y de su forma reducida de concebirla.

Al igual que en los tiempos de la democracia directa, dentro del Estado liberal las decisiones continuarían siendo tomadas por la mayoría. Las votaciones, no obstante, se efectuarían sólo con el fin de elegir a los representantes del pueblo que tendrían a su cargo las funciones del gobierno. Lejos quedaban las críticas de Kant, Hamilton, Madison, y tantos otros a la democracia como forma de gobierno. Mucho más, todavía, las de Platón, Aristóteles y Heródoto. El régimen óptimo, la politeia, sería ahora la democracia representativa. Tras unos dos mil años de continuo silencio en torno a la democracia, el gobierno del pueblo comenzaba a resurgir lentamente de sus cenizas.


Neoliberalismo y crisis del Estado-nación:

Como sostiene Guillermo Barrera Buteler, la característica más relevante de la Modernidad desde el punto de vista político fue la aparición del Estado-nación, que desplazó a las otras formas de organización política preexistentes, entre ellas a los municipios. Desde entonces, el Estado fue absolutista, liberal, totalitario, socialdemócrata y corporativista. Ahora bien, con prescindencia de los distintos ropajes con los cuales se vistió a lo largo de la historia, el Estado funcionó siempre como un centro de poder soberano sobre un territorio determinado, con tendencia excluyente.[20]

Actualmente, en cambio, se sostiene que el Estado-nación ha entrado en una crisis terminal. Y esto, básicamente, porque se lo ve incapaz de hacer frente a los poderosos embates integracionistas de índole supranacional (a cargo de la UEE, MERCOSUR, ALCA, NAFTA, etc.), a los numerosos centros multinacionales de poder económico y a los cada vez más insistentes reclamos de descentralización política y autonomía local.

Ahora bien, con crisis del Estado-nación debe entenderse necesariamente crisis de un determinado tipo de Estado y no la terminación misma de él. Hablar de la crisis del Estado-nación, por tanto, no implica adherir a aquellas posturas ideológicas que hablan acerca de su fin (anarquismo, saintsimonismo, marxismo-leninismo, etc.) sino dar cuenta de la ocurrencia de un profundo cuestionamiento a su figura desde dos frentes simultáneos. Desde arriba, por las aludidas instituciones de carácter supranacional que reducen notoriamente las posibilidades de los gobiernos nacionales de orientar autónomamente su política interna, y desde abajo, por las comunas, municipios, consorcios y microrregiones intermunicipales que pretenden escapar de la asfixiante situación económica en la que se encuentran por medio de un aumento en la descentralización de recursos.[21]

Como consecuencia sinérgica de esta doble embestida a la figura del Estado-nación, el mapa tradicional que demarcaba el ámbito del poder estatal -el de los pasos fronterizos y los límites territoriales- ha comenzado a adquirir nuevas significaciones. La multipertenencia territorial de un número cada vez más grande de actores políticos y económicos, el poderío de ciertas organizaciones internacionales y la aparición de nuevos problemas no resolubles dentro del ámbito nacional (ataques terroristas, conflictos ambientales, flujos migratorios, etc.) promoverán la parición de una nueva geografía organizada en base a unidades territoriales mucho más amplias y flexibles que las actuales.[22]

El retroceso del Estado de Bienestar evidenciado en Latinoamérica durante las décadas del ochenta y noventa, quizás deba ser interpretado como un preanuncio de los cambios geopolíticos que se avecinan. Privatizaciones, reducciones en las plantas de personal y recortes en los programas de ayuda social, son sólo algunas de las medidas que se emplearon para limitar el alcance del Estado en la gestión de los asuntos sociales. Corrupción en las altas esferas estatales, pandemia de desaciertos macroeconómicos e ineficacia en la disminución de los índices de pobreza y desigualdad, las principales razones que terminaron por consumir el escaso crédito que aún conservaba el Estado.[23]

Con semejante panorama a la vista, el discurso neoliberal (profundamente antiestatista y pro-mercado) ganó adeptos rápidamente en Latinoamérica durante la década pasada. Sus partidarios aseguraban que el desmantelamiento del viejo Estado Benefactor redundaría en beneficios tanto para la sociedad como para el sistema democrático. Así, por ejemplo, se llegó a decir que las privatizaciones promoverían una democratización de la economía al dividir los paquetes accionarios de las empresas estatales entre pequeños y medianos accionistas. “Desmintiendo estas expectativas –retruca Osvaldo Iazzetta- la experiencia probó que dichas políticas no promovían una mayor democratización del Estado [sino que] aumentaban las asimetrías sociales, transfiriéndose enormes recursos e instrumentos de regulación a grupos privados fuertemente
concentrados”.[24]

Se demostró, finalmente, que el mercado también tiene fallas -específicamente en lo que hace a la asignación de recursos y a la distribución de riqueza- y que una reducción del Estado no necesariamente conduce a una mejor democracia. En la medida en que los latinoamericanos comenzaron a percibir estas cuestiones se puso en marcha el aludido proceso de revalorización del Estado, esta vez como soporte de la democracia.

Estado y democracia: los cambios que se avecinan:

Según dijera Pier Paolo Portinaro recientemente, “...el Estado es una entidad colectiva de naturaleza y origen controvertidos. No es fácil identificar determinaciones del concepto que no resulten de algún modo reductibles, unilaterales, deformantes y que no hayan sido objetos de impugnación”.[25] En el Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas de Torcuato Di Tella se advierte, por su parte, que la definición de Estado ha gozado de múltiples caracterizaciones y cambios a lo largo del tiempo, lo cual ha hecho pensar a teóricos de fuste (como Hens Kelsen) que “es poco menos que imposible el uso de la palabra” y que resulta “estéril emprender la lucha por tal concepto”.[26]

En un todo de acuerdo con estas apreciaciones, en el presente ensayo se ha evitado formular o reproducir conceptos sobre el mismo, pasando a ocuparnos de su figura tan sólo desde una perspectiva histórica, esto es, en relación al vínculo que ha mantenido en el tiempo con la democracia. Más tomar este camino, lejos de evitarnos un obstáculo nos ha hecho enfrentarnos a muchos otros. Determinar el origen del Estado, en este sentido, constituye de por sí todo un problema repleto de innumerables ramificaciones muchas veces inexploradas: ¿Existen Estados antiguos o tan sólo modernos? ¿Qué fue primero, la cosa o la palabra? ¿Cuándo fue la primera vez que se asoció el término Estado con la democracia directa e indirecta? ¿Cómo explicar el profundo halo de estima y respeto que rodea hoy a la democracia, después de dos milenios de continuo desprestigio y rechazo? ¿Qué grado de perdurabilidad histórica cabría augurarle a este fenómeno? Y lo que es más importante todavía: ¿Qué acciones deberían encarar los Estados latinoamericanos para consolidar su flamante cultura democrática?

Naturalmente, no intentaremos responder estas preguntas. Nuestro objetivo, tal como mencionamos al comenzar, consistía en efectuar una aproximación descriptiva al prolongado proceso de transición desde la polis griega hasta el moderno Estado liberal de derecho, a los efectos de favorecer la comprensión del intrincado vínculo existente entre Estado y democracia en el presente. Pues bien, el cuadro hasta aquí descripto sugiere que el mencionado vínculo todavía se encuentra redefiniéndose, en la medida en que la globalización está sentando las bases “para la configuración de una polis novedosa de unidad territorial y poblacional más amplia y de carácter supranacional: los Estados región”.[27]

No hace falta ser un especialista para notar la profunda crisis de representatividad que atraviesan los partidos políticos en Latinoamérica. Dicha crisis se manifiesta, fundamentalmente, en una crítica a los métodos de selección de candidatos y al clientelismo y al nepotismo como métodos usuales para captar votos y permanecer en el poder. Llama la atención, sin embargo, que esta crisis no afecte a la democracia en lo absoluto. Salvo contadas excepciones, todas las personas parecen estar de acuerdo respecto de las bondades del sistema democrático.

¿Podrá romperse este poderoso consenso en torno a la democracia? La ausencia de reajustes institucionales en el interior de los Estados-nación luego de los cambios geopolíticos ocurridos durante las últimas décadas hacen temer lo peor. En este sentido, desde sus inicios la modernidad tuvo como base al Estado-Nación. Este anclaje territorial determinó, primeramente, que los mecanismos institucionales utilizados por la democracia para la toma de decisiones tuvieran un alcance estrictamente nacional (es decir, que no exista la democracia fuera de los límites de la nación) y, en segundo lugar, que el factor definitorio para acceder a la condición de ciudadano esté determinado exclusivamente por la pertenencia o no a una determinada unidad territorial de carácter nacional.

Actualmente ambos aspectos constitutivos de la democracia –soberanía y ciudadanía- se encuentran en crisis merced al surgimiento de diversas instituciones de carácter supranacional, tales como la Unión Económica Europea, el NAFTA y el MERCOSUR. Al parecer, asistimos a un momento clave de la historia, similar al que se vivió en Europa cuando se pasó del viejo sistema feudal a los primeros Estados nacionales. ¿Será posible que, así como el Estado-nación transformó a la democracia directa de los griegos en una democracia representativa, el cambio de escala que se avecina en las unidades territoriales de carácter nacional transforme a los modernos regímenes democráticos en entidades totalmente diferentes?

Desde mi perspectiva, la pronta irrupción de los Estados-Región en la arena política local planteará nuevos problemas y desafíos a la democracia, obligándola a reformularse. Resta saber, lógicamente, que tipo de cambios sobrevendrán en los diseños institucionales de nuestras naciones, que nuevas prácticas y mecanismos decisionales serán los que deberán poner en práctica los distintos sistemas democráticos de Latinoamérica para poder compenetrarse con los nuevos Estados-región.

Demás está decirlo, así como se necesitaron más de dos mil años para pasar de la polis griega al Estado-Nación sin prescindir de la democracia, no se puede esperar que los reajustes institucionales que se avecinan acontezcan rápido. La posmodernidad nos lleva hacia un nuevo tipo de comunidad política de fronteras abiertas, en donde la existencia de grandes grupos de inmigrantes en el interior de los Estados nacionales promoverá una nueva forma de gobierno, mucho más democrática, participativa y universal que la actual. Como profesionales de las Ciencias Sociales, y ciudadanos en general, nos encontramos moralmente obligados a pensar estos cambios, a los efectos de que lleguen bajo la forma de puentes que acorten la amplísima brecha existente entre representantes y representados.


Bibliiografía:


Bibliografía específica:

q AGUILAR, Enrique. “Benjamin Constant y el debate sobre las dos libertades”, Libertas No 28, Buenos Aires, 1998.
q CONSTANT, Benjamin. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos” (1819), en Del Espíritu de conquista, Editorial Tecnos, Madrid, 1988.
q GARCÍA DELGADO, Daniel. “Estado-nación y globalización. Fortalezas y debilidades en el umbral del tercer milenio”. Editorial Ariel. Buenos Aires. 2000.
q IAZZETTA, Osvaldo. “Estado y democracia: repensando un vínculo necesario”, C. M. Vilas, O. Iazzetta, K. Forcinito y E. Bohoslavsky, Estado y política en la Argentina actual. Buenos Aires, Prometeo, Universidad Nacional de General Sarmiento.
q MAQUIAVELO, Nicolás. “El Príncipe”. Grupo Editorial Norma. Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. 1993
q O´DONNELL, Guillermo. “Régimen y Estado en la teoría democrática”, Temas y Debates, No 4-5. Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Universidad Nacional de Rosario. Rosario. Julio de 2001.
q PORTINARO, Pier Paolo. “Estado. Léxico de política”. Editorial Nueva Visión. Buenos Aires. 2003.
q ROUSSEAU, Jean Jacques. “El Contrato Social”. Editorial Panamericana. Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. 1993.
q SARTORI, Giovanni. “¿Qué es la democracia?”. Editorial Taurus. Buenos Aires. 2003.
q STRASSER, Carlos. “La democracia versus el poder”, en Sociedad, No 8. Facultad de Ciencias Sociales. UBA. Buenos Aires. 1996.

Bibliografía complementaria:

q DE LA VEGA. Julio César. “Diccionario Consultor Político”. Tomo Rojo. Librograf Editora S.R.L. Buenos Aires. 1994.
q DI TELLA, Torcuato S. (Supervisión). GAJARDO, Paz. GAMBA, Susana y CHUMBITA, Hugo. “Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas”. Puntosur Editores. Buenos Aires. 1989.
q GAMBA, Walter Dante. “Introducción a las Ciencias Políticas”. Teorías Políticas y la Política Real”. IMPSA Ediciones. Buenos Aires. Marzo de 1983.
q RODRIGUEZ VARELA, Alberto. “Historia de las Ideas Políticas”. A-Z editora. Buenos Aires. Octubre de 1995.
q UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO. FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES. Apuntes para la Cátedra de Doctrinas Políticas II. Titular: Lic. Juan Antonio González. Carrera de Ciencia Política y Administración Pública. Mendoza. 2002.

Notas al pie de pagina:

[1] Véase STRASSER, Carlos. “La democracia versus el poder”, en Sociedad, No 8. Facultad de Ciencias Sociales. UBA. Buenos Aires. 1996.
[2] IAZZETTA, Osvaldo. “Estado y democracia: repensando un vínculo necesario”, En C. M. Vilas, O. Iazzetta, K. Forcinito y E. Bohoslavsky. Estado y política en la Argentina actual. Prometeo, Universidad Nacional de General Sarmiento. Buenos Aires. Pág. 72.
[3] El Consenso de Washington fue un ámbito de discusión integrado por el Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y distintas instituciones públicas y privadas de los Estados Unidos durante la década de 1990 con el fin de impulsar una serie de políticas económicas neoliberales conducentes al “desarrollo” de América Latina, a saber: disciplina fiscal, reordenamiento de las prioridades del gasto público, reforma impositiva, liberalización de las tasas de interés, tasa de cambio competitiva, liberalización del comercio internacional, liberalización de la entrada de inversiones extranjeras directas, privatización, desregulación y derecho de propiedad.
[4] Véase O´DONNELL, Guillermo. “Régimen y Estado en la teoría democrática”. En Temas y Debates, No 4-5. Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales. Universidad Nacional de Rosario. Santa Fe. Julio de 2001.
[5] TOCQUEVILLE, Alexis de. “La Democracia en América”, citado por Mgter. Juan Antonio González. “Apuntes para la Cátedra de Doctrinas Políticas II”. Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Universidad Nacional de Cuyo. Mendoza. 2002.
[6] CONSTANT, Benjamin. “De la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos”, (1819). En Del Espíritu de conquista. Editorial Tecnos. Madrid. 1988. Pág. 68.
[7] AGUILAR, Enrique. “Benjamín Constant y el debate sobre las dos libertades”. Libertas No 28, Buenos Aires. 1998. Pág. 176. El subrayado es mío. Nótese el uso de la palabra Estado para referirse al gobierno de la polis.
[8] Sobran los ejemplos para ilustrar esta situación. Así, según relata el mismo Constant en su discurso, en la ciudad de Roma los censores públicos escudriñaban hasta el interior de las familias. En la República de Lacedemonia, por su parte, un joven recién casado no podía visitar libremente a su nueva esposa sin contar con el permiso de las autoridades correspondientes.
[9] SARTORI, Giovanni. “¿Qué es la democracia?” Editorial Taurus. Buenos Aires. 2003. Pág. 202.
[10] Ibídem, pp. 204-205.
[11] MAQUIAVELO, Nicolás. “El Príncipe”. Grupo Editorial Norma. Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. 1993. Pág. 15.
[12] SARTORI, Giovanni. Ob. cit. Pág. 202.
[13] PORTINARO, Pier Paolo. “Estado. Léxico de política”. Editorial Nueva Visión. Buenos Aires. 2003. Pág. 46.
[14] Discurso pronunciado en el Ateneo Real de París, en el año 1819.
[15] CONSTANT, Benjamin. Ob. cit. pp. 67 y 68.
[16] ROUSSEAU, Jean Jacques. “El Contrato Social”. Editorial Panamericana. Santafé de Bogotá, D.C. Colombia. 1993. pp. 94-95.
[17] CONSTANT, Benjamin. Ob. cit. pág. 89.
[18] Véase al respecto el capítulo 5 de Walter Dante GAMBA. “Introducción a las Ciencias Políticas”. Teorías Políticas y la Política Real”. IMPSA Ediciones. Buenos Aires. 1983.
[19] IAZZETTA, Osvaldo. Ob. cit. pág. 72.
[20] BARRERA BUTELER, Guillermo E. “Capacidades institucionales de los entes intermunicipales”. En “Cooperación Intermunicipal en Argentina”. Instituto Nacional de la Administración Pública. (INAP) Editorial Universitaria de Buenos Aires. (EUDEBA) Primera Edición. 2001. Pág. 102.
[21] Para acceder a un análisis detallado de las actuales limitaciones que afronta el Estado-nación ver la obra de Daniel GARCÍA DELGADO, “Estado-nación y globalización. Fortalezas y debilidades en el umbral del tercer milenio”. Editorial Ariel. Buenos Aires. 2000.
[22] Ibídem. Pág. 19.
[23] No debe olvidarse el reciente pasado autoritario del Estado en América Latina, verdadero artífice del desprestigio que ostenta actualmente. Así, tan sólo en Sudamérica y durante las décadas del ´60, ´70 y ´80, hubieron golpes de Estado en Ecuador (1961-1979), Brasil (1964-1985), Argentina (1955-1958, 1962-1963, 1966-1973, 1976-1983), Perú (1968-1980), Bolivia (1971-1978 y 1980-1982), Chile (1973-1990) y Uruguay (1973-1985). Durante este prolongado lapso de tiempo, solamente Venezuela y Colombia permanecieron dentro del sistema democrático, lo cual no implica que sus gobiernos se hayan mantenido ajenos al uso de mecanismos represivos durante sus gestiones.
[24] IAZZETTA, Osvaldo. Ob. cit. Pág. 68.
[25] PORTINARO, Pier Paolo. Ob. cit. Pág. 17.
[26] Citado por Eduardo H. PASSALACQUA. En DI TELLA, Torcuato S. (Supervisión), GAJARDO, Paz, GAMBA, Susana y CHUMBITA, Hugo. “Diccionario de Ciencias Sociales y Políticas”. Puntosur Editores. Buenos Aires. 1989. Pág. 206.
[27] GARCÍA DELGADO, Daniel. Ob cit. Pág. 19.

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